«Rassegna Comunista», año II, nª 18, del 28 de febrero de 1922
En la exposición de los problemas del comunismo, el empleo de ciertos términos engendra a menudo equívocos entre los sentidos diferentes con que pueden ser empleados. Tal es el caso con los términos democracia y democràtico. En sus afirmaciones de principio, el comunismo marxista se presenta como una crítica y una negación de la democracia; por otra parte, los comunistas defienden a menudo el caràcter democràtico, la aplicación de la democracia, en los organismos proletarios: sistema estatal de los consejos obreros, sindicatos, partido.
Ciertamente, no existe ninguna contradicción en ello, y no se puede objetar nada al dilema: democracia burguesa o democracia proletaria, como equivalente perfecto de: democracia burguesa o dictadura proletaria.
En efecto, la crítica marxista de los postulados de la democracia burguesa està basada en la definición de los caracteres de la actual sociedad dividida en clases, y demuestra la inconsistencia teórica y la insidia pràctica de un sistema que quisiera conciliar la igualdad política con la división de la sociedad en clases sociales, determinadas por la naturaleza del modo de producción.
La libertad y la igualdad política contenidas, según la teoría liberal, en el derecho al sufragio, sólo tienen sentido sobre una base que excluya la disparidad de las condiciones económicas fundamentales: he aquí porqué los comunistas aceptan su aplicación dentro de los organismos de clase del proletariado, y sostenemos que hay que dar un caràcter democràtico a su mecanismo.
Aun si, para no engendrar equívocos, y para evitar la valorización de un concepto que fatigosamente tendemos a demoler y que es rico en sugestiones, no se quiere introducir el uso de dos términos diferentes en los dos casos, es útil sin embargo estudiar màs profundamente el contenido mismo del principio democràtico en general, aun cuando se lo aplica a organismos homogéneos desde el punto de vista clasista. Esto evitarà que, mientras nos esforzamos con nuestra crítica en remover todo el contenido engañoso y arbitrario de las teorías «liberales», se corra el riesgo de volver a caer en el reconocimiento de una «categoría», el principio de la democracia, erigido de manera apriorística en un elemento de verdad y de justicia absoluta, y que sería un intruso en toda la construcción de nuestra doctrina.
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Así como un error doctrinal està siempre en la base de un error de tàctica política y, si se quiere, es su traducción en el lenguaje de nuestra conciencia crítica colectiva, del mismo modo se tiene un reflejo de toda la política y la tàctica perniciosa de la socialdemocracia en el error de principio que consiste en presentar el socialismo como el heredero de una parte substancial del contenido que la doctrina liberal opuso contra el de las viejas doctrinas políticas basadas en el espiritualismo.
Por el contrario, y lejos de aceptarla para complementarla, el socialismo marxista destruye justamente, desde sus primeras formulaciones, toda la crítica que el liberalismo democràtico había edificado contra las aristocracias y las monarquías absolutas del antiguo régimen. Evidentemente, y digàmoslo ya para aclarar nuestra orientación, esta destrucción no tiene por objeto la reivindicación de la supervivencia de las doctrinas espiritualistas o idealistas contra el materialismo volteriano de los revolucionarios burgueses, sino la demostración que,en realidad, los teóricos de este último, con la filosofía política de la «Enciclopedia», sólo se ilusionaban al creer haber superado las neblinas de la metafísica aplicada a la sociología y a la política, y los absurdos del idealismo, y que, junto con sus predecesores, debían caer bajo la crítica verdaderamente realista de los fenómenos sociales y de la historia, edificada con el materialismo histórico de Marx.
Teóricamente, es aun importante demostrar que para profundizar el foso entre el socialismo y la democracia burguesa, para devolver a la doctrina de la revolución proletaria su potente contenido revolucionario perdido en las adulteraciones de quienes fornican con la democracia burguesa, no es de ninguna manera necesario fundarse sobre una revisión de nuestros principios en un sentido idealista o neoidealista, sino que basta simplemente remontarse a las posiciones adoptadas por los maestros del marxismo frente a los engaños de las doctrinas liberales y de la filosofía materialista burguesa.
Permaneciendo en nuestro argumento, mostraremos que la crítica socialista de la democracia era substancialmente una crítica a la crítica democràtica de las viejas filosofías políticas, una crítica a su pretendida oposición universal, una demostración que ellas se asemejaban teóricamente, así como pràcticamente el proletariado no tenía tanto que felicitarse del pasaje de la dirección de la sociedad de las manos de la nobleza feudal, monàrquica y religiosa, a las de la joven burguesía comercial e industrial. Y la demostración teórica que la nueva filosofía burguesa no había derrotado a los viejos errores de los regímenes despóticos, sino que era sólo un edificio de nuevos sofismas, correspondía concretamente a la negación, contenida en el surgimiento del movimiento subversivo del proletariado, de la pretensión burguesa de haber organizado para siempre la administración de la sociedad sobre bases pacificas e indefinidamente perfectibles con el advenimiento del derecho de sufragio y del parlamentarismo.
Mientras que las viejas doctrinas políticas fundadas sobre conceptos espiritualistas, o aun sobre la revelación religiosa, pretendían que las fuerzas sobrenaturales que gobiernan la conciencia y la voluntad de los hombres habían asignado a ciertos individuos, a ciertas familias, a ciertas castas, la tarea de dirigir y de administrar la vida colectiva, convirtiéndolos por investidura divina en depositarios de la preciosa «autoridad»,la filosofía democràtica, que se afirmó paralelamente a la revolución burguesa, opuso a estas aserciones la proclamación de la igualdad moral, política y jurídica de todos los ciudadanos, ya fuesen nobles, eclesiàsticos o plebeyos, y quiso transferir la «soberanía», del circulo restringido de la casta o de la dinastía, al circulo universal de la consulta popular basada en el sufragio, mediante el cual la mayoría de los ciudadanos designa con su voluntad a los regidores del Estado.
Los rayos que los sacerdotes de todas las religiones y los filósofos espiritualistas hecharon contra esta concepción, no bastan para que sea aceptada como la victoria definitiva de la verdad contra el error obscurantista, a pesar de que, por mucho tiempo, el «racionalismo» de esta filosofía política pareció ser la última palabra tanto de la ciencia social como del arte politico, y ha obtenido la solidaridad de muchos pretendidos socialistas.La afirmación que la época de los «privilegios» ha caducado desde que la jerarquía social se constituye sobre la base de las formaciones electorales mayoritarias, no resiste a la crítica marxista, que proyecta una luz totalmente distinta sobre la naturaleza de los fenómenos sociales; y su construcción lógica puede seducir únicamente si se parte de la hipótesis de que el voto, o sea el parecer, la opinión, la conciencia de cada elector, tiene el mismo peso cuando confiere su delegación para la administración de los asuntos colectivos. Cuàn poco realista y «materialista» es tal concepto lo demuestra, por el momento, la siguiente consideración: él configura cada hombre como una «unidad» perfecta de un sistema compuesto de otras tantas unidades potencialmente equivalentes, y en lugar de valorar la opinión de cada individuo en función de sus múltiples condiciones de vida, o sea de sus relaciones con los otros hombres, la teoriza suponiendo su «soberanía». Esto equivale a ubicar la conciencia de los hombres fuera del reflejo concreto de los hechos y de las determinaciones del medio, a pensar que es una centella encendida en cualquier organismo (en el saludable como en el desgastado, en aquel que tiene armónicamente satisfechas sus necesidades como en el atormentado por ellas con la misma equidad providencia) por una indefinible divinidad que dispensa la vida. Està no designaría màs al monarca, pero habría dado a cada uno la misma facultad para indicarlo. A despecho de su ostentación de racionalidad, la premisa sobre la cual se apoya la teoría democràtica no es disímil, en su puerilidad metafísica, a la premisa de ese «libre arbitrio» por el cual la ley católica del màs allà absuelve o condena. Colocàndose fuera del tiempo y de la contingencia histórica, la democracia teórica no està pues menos impregnada de espiritualismo que lo que estàn, en su profundo error, las filosofías de la autoridad revelada y de la monarquía por derecho divino.
Quien quisiera profundizar estas confrontaciones no tendrà màs que recordar que la doctrina política democràtica ha sido expuesta, muchos siglos antes de la declaración del hombre y del ciudadano, y de la gran revolución, por pensadores que estaban totalmente sobre el terreno del idealismo y de la filosofía metafísica; y por otra parte, la gran revolución misma abatió los altares del dios cristiano en nombre de la razón, pero aun de ésta quiso y debió hacer una divinidad.
Incompatible con la crítica marxista, esta premisa es propia no sólo de las construcciones del liberalismo burgués, sino también de todas aquellas doctrinas constitucionales y de aquellos proyectos de edificación social que se fundan sobre la «virtud intrínseca» de ciertos esquemas de relaciones sociales y estatales. De hecho, edificando su propia doctrina de la historia, el marxismo demolía simultàneamente el idealismo medieval, el liberalismo burgués y el socialismo utópico.
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Contra estas edificaciones arbitrarias de constituciones sociales, ya sean aristocràticas o democràticas, autoritarias o liberales, como contra la concepción anarquista de una sociedad sin jerarquía y sin delegación de poderes, la cual procede de errores anàlogos, el comunismo critico ha opuesto un estudio mucho màs fundado de la naturaleza de las relaciones sociales y de sus causas, en el complejo desarrollo evolutivo que éstas presentan a lo largo del curso de la historia humana, un anàlisis atento del caràcter de estas relaciones en la época capitalista actual, y una serie de hipótesis meditadas sobre su evolución ulterior, a las cuales viene ahora a agregarse la formidable contribución teórica y pràctica de la revolución proletaria rusa.
Sería superfluo desarrollar aquí los notorios conceptos del determinismo económico y los argumentos que demuestran cuàn bien fundado es su empleo en la interpretación de los hechos históricos y del mecanismo social. La introducción de los factores que estàn sobre el terreno de la producción, de la economía y de las relaciones de clase que surgen de ellas, elimina simultàneamente todo apriorismo propio de los conservadores o de los utopistas, franqueando así la vía a la explicación científica de los hechos de distintos órdenes que constituyen las manifestaciones jurídicas, políticas, militares, religiosas y culturales de la vida social.
Nos limitaremos a seguir sumàriamente a través del curso histórico las evoluciones que ha presentado el modo de organización social y de agrupación de los hombres, no sólo en el Estado, representación abstracta de una colectividad unificadora de todos los individuos, sino también en los diferentes organismos que derivan de las relaciones entre los individuos.
En la base de la interpretación de toda jerarquía social, ya sea ésta extensisima o limitada, estàn las relaciones entre los distintos individuos, y en la base de éstas se halla la división de funciones entre ellos.
Sin riesgo de error grave, podemos imaginar la existencia, al principio, de una forma de vida completamente inorganizada de la especie humana. El número limitado de individuos les consiente vivir de los productos de la naturaleza sin ejercer arte o trabajo sobre ésta ultima; en estas condiciones, para vivir, cada uno podría prescindir de sus semejantes. Sólo existen aquellas relaciones comunes a todas las especies, las de la reproducción, pero para la especie humana y no sólo para ella ellas bastan ya para constituir un sistema de relaciones y una consiguiente jerarquía: la familia. Esta puede fundarse sobre la poligamia, sobre la poliandria, o sobre la monogamia; no es ésta la ocasión de entrar en tal anàlisis, pero la misma nos ofrece el embrión de una vida colectiva organizada sobre la división de funciones requerida por las consecuencias directas de los factores fisiológicos, que mientras llevan a la madre a amparar la prole y a criaría, consagran el padre a la caza, al saqueo, a la protección contra los enemigos externos, etc.
Tal como en las fases ulteriores del desarrollo de la producción y de la economía, es inútil detenerse en el estudio abstracto si, en esta fase inicial de ausencia casi completa de ese desarrollo, estamos en presencia de la unidad-individuo o de la unidad-sociedad. La unidad del individuo tiene indudablemente sentido desde el punto de vista biológico, pero es una elucubración metafísica hacer de él el fundamento de construcciones sociales, porque desde el punto de vista social no todas las unidades tienen el mismo valor, y porque la colectividad sólo surge de relaciones y de formaciones en las cuales, debido a las múltiples influencias del ambiente social, la parte y la actividad de cada individuo no son una función individual sino colectiva. Aun en el caso elemental de una sociedad inorganizada, o de no sociedad, la misma base fisiológica que produce la organización familiar nos basta para destruir la arbitraria representación del Individuo como una unidad indivisible (en el sentido literal del término) y susceptible de formar compuestos superiores con otras unidades semejantes que conservan su distinción propia y, en cierto sentido, su propia equivalencia. Evidentemente, ni siquiera existe la unidad-sociedad, ya que las relaciones entre los hombres, aun la de pura noción de la existencia recíproca, son limitadísimas y restringidas al círculo de la familia o del clan.
Podemos anticipar la conclusión obvia que la «unidad-sociedad» no ha existido jamàs y no existirà probablemente jamàs, sino como un «límite» al cual se podrà aproximar progresivamente superando los confines de las clases y de los Estados.Se puede considerar la unidad-individuo como un elemento utilizable en las deducciones o en las construcciones sociales, o, si se quiere, para negar la sociedad, sólo partiendo de una premisa irreal que, en el fondo, y aún en formulaciones modernisimas, no deja de ser una reproducción diferente de los conceptos de la revelación religiosa, de la creación, y de la independencia de una vida espiritual respecto de los hechos de la vida natural y orgànica. La divinidad creadora, o una fuerza única regidora de los destinos del mundo, habría dado a cada individuo esta investidura elemental, haciendo de él una molécula autónoma bien definida, conciente, volitiva, responsable, del conglomerado social, independientemente de las contingencias agregadas por las influencias físicas del medio. Este concepto religioso e idealista està modificado sólo en apariencia en la concepción del liberalismo democràtico o del individualismo libertario: el alma como centella encendida por el Ente supremo, la soberanía subjetiva de cada elector, o la autonomía ilimitada del ciudadano de la sociedad sin leyes, son otros tantos sofismas que pecan de la misma puerilidad frente a la crítica marxista, por màs resuelto que haya sido el «materialismo» de los primeros burgueses liberales y de los anarquistas.
A esta concepción le corresponde aquella otra suposición, igualmente idealista, de la perfecta unidad social, del monismo social, edificada sobre la base de la voluntad divina que gobierna y administra la vida de nuestra especie. Retornando al estadio primitivo de la vida social que consideràbamos màs arriba, y en presencia de la organización familiar, tenemos que concluir que, en la interpretación de la vida de la especie y en su proceso evolutivo, podemos prescindir de las hipótesis metafísicas de la unidad-individuo y de la unidad-sociedad. En cambio, podemos afirmar positivamente que, con la familia, estamos en presencia de un tipo de colectividad organizada sobre una base unitaria. Nosotros nos guardamos bien de hacer de ella un tipo fijo y permanente, y tanto màs de idealizarla como arquetipo de convivencia social, tal como se puede hacer con el individuo en el anarquismo o en la monarquía absoluta; constatamos simplemente la existencia de esta unidad primordial de organización humana, a la cual sucederàn otras, que ella misma se modificarà en distintos aspectos, que se convertirà en elemento constitutivo de otros organismos colectivos y, tal como podría suponerse, que desaparecerà en las formas sociales avanzadisimas. No experimentamos ninguna necesidad de estar por principio a favor o en contra de la familia, como tampoco, por ejemplo, a favor o en contra del Estado; lo que nos interesa es aprehender en la medida de lo posible, el sentido de la evolución de estos tipos de organización humana, y, cuando nos preguntamos si desapareceràn un día, lo hacemos de la manera màs objetiva, pues no es propio de nuestra mentalidad el considerarlos ni como sagrados e intangibles, ni como perniciosos y a destruir: el conservadorismo y su contrario (es decir la negación de toda forma de organización y de jerarquía social) son igualmente débiles del punto de vista critico, e igualmente estériles en resultados.
En el estudio de la historia humana, y lejos de la tradicional oposición entre las categorías de individuo y sociedad, seguimos la formación y la evolución de otras unidades, es decir, de otras colectividades humanas organizadas; agrupamientos humanos restringidos, o vastos, fundados sobre una división de funciones y sobre una jerarquía, que aparecen como factores y como actores de la vida social. Sólo en un cierto sentido, estas unidades pueden ser paragonadas a unidades orgànicas, a organismos vivos cuyas células, con distintas funciones e importancia, son los hombres o grupos elementales de hombres; pero la analogía no es completa, ya que, mientras el organismo viviente tiene limites definidos y un curso biológico de desarrollo y de muerte, las unidades sociales organizadas no estàn encerradas en límites fijos, y se renuevan continuamente, entrelazàndose, descomponiéndose y recomponiéndose al mismo tiempo. Lo que nos interesa demostrar y nos llevo a detenernos sobre el primer y obvio ejemplo de la unidad familiar, es que, a pesar de que estas unidades estàn formadas evidentemente por individuos, y a pesar de que su propia composición es variable, ellas actuan como «totalidades» orgànicas e integrales, y su descomposición en unidades-individuo sólo tiene un valor mitológico e irreal. El elemento familia tiene una vida unitaria que no depende del número de los individuos que encierra, sino de la trama de sus relaciones: así, para expresarnos banalmente, no tiene el mismo valor una familia compuesta por el jefe, las mujeres y algunos ancianos invàlidos, que aquélla compuesta, ademàs del jefe, por algunos hijos jóvenes y aptos para el trabajo.
A partir de la familia, esta primera forma de unidad organizada de individuos que nos presenta las primeras divisiones de funciones y las primeras jerarquías y formas de la autoridad, de la dirección de las actividades de los individuos y de la administración, se pasa en el curso de la evolución por una infinidad de otras formas de organización, cada vez màs complejas y vastas. La razón de esta creciente complejidad radica en la creciente complejidad de las relaciones y de las jerarquías sociales, que surge de una diferenciación siempre màs acentuada, determinada a su vez por los sistemas de producción que el arte y la ciencia.ponen a disposición de las actividades humanas para la elaboración de un número creciente de productos (en el sentido màs amplio de la palabra) aptos para satisfacer las necesidades de sociedades humanas màs numerosas y màs evolucionadas, que tienden hacia formas de vida superiores. Un anàlisis que quiera abarcar el proceso de la formación y de la modificación de las diferentes organizaciones humanas y el mecanismo de sus relaciones en toda la sociedad, debe basarse, por un lado, en la noción del desarrollo de la técnica productiva y, por el otro, en las relaciones económicas que surgen de las situaciones de los individuos en las diferentes funciones exigidas por el mecanismo productivo. El estudio de la formación y de la evolución de las dinastías, de las castas, de los ejércitos, de los estados, de los imperios, de las corporaciones o de los partidos, puede y debe tener lugar fundàndose sobre tales elementos. Puede pensarse que, en el punto culminante de este complejo desarrollo, se encuentre una forma de unidad organizada que coincida con los límites mismos de la humanidad, realizando la división racional de las funciones entre todos los hombres,y se puede discutir sobre el sentido y los límites que tendrà, en esa forma superior de la convivencia humana, el sistema jeràrquico de la administración colectiva.
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Interesàndonos llegar al examen de aquellos organismos unitarios cuyas relaciones internas estàn basadas en lo que corrientemente se denomina el «principio democràtico», introduciremos una distinción simplificadora entre las colectividades organizadas que reciben su jerarquía del exterior, y las que la forman por sí mismas en su propio seno. Según la concepción religiosa y la teoría autoritaria pura, la sociedad humana seria siempre una colectividad unitaria que recibe su jerarquía de los poderes sobrenaturales; y no insistiremos en la crítica de tal simplismo metafísico que està contradicho por toda nuestra experiencia. La jerarquía nace por razones naturales de la necesidad de la división entre las funciones, y esto evidentemente tiene también lugar en la familia. Al transformarse en tribu y en horda, esta debe organizarse para luchar contra otras organizaciones, y surgen así jerarquías militares por la conveniencia de confiar el comando a los màs aptos para valorizar las energías comunes.
Este criterio electivo basado en el interés general, y que es por milenios mucho màs antiguo que el electoralismo democràtico moderno (ya que los reyes, los jefes militares y los sacerdotes fueron originariamente elegidos) terminó por ser relegado por otros criterios de formación de las jerarquías, dando lugar a privilegios de casta, a través de la herencia familiar o de la iniciación de escuelas, de sectas y de cultos restringidos, siendo en general la posesión de un cierto grado, justificada por aptitudes y funciones especiales, el elemento màs importante para influir en la transmisión de ese mismo grado, al menos en los casos normales. Ya hemos dicho que no tenemos la intención de indagar en el seno de la sociedad todo el proceso formativo de las castas y luego de las clases; estas superponen a la necesidad lógica de una división de funciones, el monopolio del poder y de la influencia que acompaña a la posición de privilegio de ciertas capas de individuos en el mecanismo económico. De una forma o otra, toda casta dirigente se da una jerarquía organizativa, y lo mismo ocurre con las clases económicamente privilegiadas. Para limitarnos a un solo ejemplo: la aristocracia terrateniente del medioevo, coalizàndose contra los asaltos de otras clases para la defensa del privilegio común, construyó una forma de organización que culminó en la monarquía en cuyas manos se concentraron los poderes públicos, constituidos con exclusión de los otros estratos de la población. El Estado de la época feudal es la organización de la nobleza feudal apoyada por el clero. El ejército es el principal instrumento de fuerza de estas monarquías militares: estamos aquí frente a un tipo de colectividad organizada cuya jerarquía està constituida desde el exterior, ya que es el rey quien nombra los cuadros del ejército, fundado sobre la obediencia pasiva de cada uno de sus componentes. Toda forma de Estado concentra en una autoridad unitaria la capacidad de ordenar y de encuadrar una serie de jerarquías ejecutivas: ejército, policía, magistratura, burocracia. Así, la unidad-Estado se sirve materialmente de la actividad de individuos de todas las clases, pero està organizada sobre la base de una sola o de unas pocas clases privilegiadas que tienen el poder de constituir sus diferentes jerarquías. Las otras clases y en general todos los grupos de individuos para quienes resulta muy evidente que sus intereses y sus exigencias no estàn de ningún modo garantizadas por la organización estatal existente (aunque ésta emita continuamente esa pretensión), buscan darse organizaciones propias para hacer prevalecer sus propios intereses partiendo de la constatación elemental de la identidad de ubicación de sus miembros en la producción y en la vida económica.Si, al ocuparnos naturalmente de aquellas organizaciones que se dan ellas mismas su propia jerarquía, nos planteamos el problema de cuàl es la mejor manera de designar esta jerarquía para la defensa de los intereses colectivos de todos los miembros de estas organizaciones, y para evitar en su seno la formación de estratificaciones basadas sobre el privilegio, se nos propone el método basado sobre el principio democràtico: consultar todos los individuos y servirse del parecer de la mayoría para designar a quienes deberàn ocupar los grados de la jerarquía.
La crítica de tal proposición debe ser mucho màs severa cuando se propone su aplicación al conjunto de la sociedad actual, o a ciertas naciones, que cuando se trata de introducirla en el seno de organizaciones mucho màs restringidas como los sindicatos proletarios y los partidos.
En el primer caso, debe ser rechazada sin màs porque està planteada en el vacio, sin tener en cuenta para nada la situación económica de los individuos, y con la pretensión que el sistema es intrínsicamente perfecto, independientemente de la consideración de los desarrollos evolutivos que atraviesa la colectividad sobre la cual està aplicada.
La división de la sociedad en clases netamente distintas - como resultado de los privilegios económicos - quita todo valor a una opinión mayoritaria. Nuestra crítica refuta la pretensión engañosa que el mecanismo del Estado democràtico y parlamentario nacido de las constituciones liberales modernas hace de él una organización de todos los ciudadanos en el interés de todos los ciudadanos. Existiendo intereses opuestos y conflictos de clase no es posible una unidad de organización; y el Estado, a pesar de la apariencia exterior de la soberanía popular, continúa siendo el órgano de la clase económicamente dominante y el instrumento de la defensa de sus intereses. A pesar de la aplicación del sistema democràtico a la representación política, nosotros vemos la sociedad burguesa como un conjunto complejo de otros organismos unitarios, muchos de los cuales se agrupan en torno del potente organismo centralizado que es el Estado político, porque son aquéllos que surgen de los agrupamientos de las capas privilegiadas y que tienden a la conservación del aparato social actual; otros pueden ser indiferentes o mudar su orientación frente al Estado; otros finalmente, surgen del seno de las capas económicamente oprimidas y explotadas,y estàn dirigidas contra el Estado de clase. El comunismo demuestra por lo tanto que, mientras respecto a la economía persiste la división en clases,la formal aplicación jurídica y política del principio democràtico y mayoritario a todos los ciudadanos no logra dar al Estado el caràcter de una unidad organizativa de toda la sociedad o de toda la nación. La democracia política ha sido introducida con esta pretensión oficial; pero, en realidad, es adoptada como una forma que conviene al poder específico de la clase capitalista y a su pura y simple dictadura, con el propósito de conservar sus privilegios.
No es por lo tanto necesario insistir mucho en la demolición crítica del error que consiste en atribuir el mismo grado de independencia y de madurez al «voto» de cada elector -ya sea éste un trabajador consumido por el exceso de fatiga física o un rico sibarita, un sagaz capitàn de industria o un desdichado proletario que ignora las razones y los remedios de sus estrecheces-, yendo a buscar de tanto en tanto por un largo período de tiempo el parecer de unos y otros, y pretendiendo que el ejercicio de estas funciones soberanas baste para aségurar la calma y la obediencia de todo aquel que se sentirà desollar y maltratar por las consecuencias de la política y de la administración estatal.
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Habiendo aclarado así que el principio de la democracia no posee ninguna virtud intrínseca, y que no vale nada como principio, siendo màs bien un simple mecanismo organizativo basado en la simple y banal presunción aritmética que la mayoría tiene razón y que la minoría està equivocada, veamos si, y en qué medida, este mecanismo es útil y suficiente para la vida de organizaciones que comprenden colectividades màs restringidas y no divididas por las trincheras de los antagonismos que nacen de las condiciones económicas, consideradas en el proceso de sus desarrollos históricos.
Planteemos el interrogante de si el mecanismo democràtico es aplicable en la dictadura proletaria, o sea en la forma de Estado surgida de la victoria revolucionaria de las clases rebeldes contra el poder de los Estados burgueses, de modo que sea licito definir esta forma de Estado por su mecanismo interno de delegación de los poderes y deformación de las jerarquías, como una «democracia proletaria». La cuestión debe ser abordada sin prejuicios. Bien puede ocurrir qué se llegue a la conclusión que este mecanismo sea utilizable, con ciertas modalidades, mientras no nazca de la evolución misma de las cosas otro màs apto, pero es preciso convencerse que realmente ninguna razón nos lleva a establecer a priori el concepto de soberanía de la «mayoría» del proletariado. Al día siguiente de la revolución, esta mayoría no es todavía completamente homogénea y no constituye una clase única: en Rusia, por ejemplo, el poder està en manos de las clases de los obreros y de los campesinos, pero es fàcil demostrar, por poco que se considere todo el desarrollo del movimiento revolucionario, que la clase del proletariado industrial, mucho menos numerosa en el mismo que la de los campesinos, representa una parte mucho màs importante de ese movimiento, y es lógico pues que en los consejos proletarios, en el mecanismo de los Soviets, un voto de obrero valga mucho màs que el voto de un campesino.
No tenemos la intención de examinar aquí a fondo las características de la constitución del Estado proletario. nosotros no lo concebimos bajo un aspecto inmanente, tal como los reaccionarios ven a la monarquía por derecho divino, los liberales al parlamentarismo y al sufragio universal, los anarquistas al no-Estado. El Estado proletario, como organización de una clase dirigida contra otras que deben ser despojadas de sus privilegios económicos, es una fuerza histórica real que se adapta al fin que persigue, o sea a las necesidades que le dieron nacimiento. En ciertos momentos podría tomar impulso sobre las consultas de las màs vastas masas como sobre la función de restringidisimos organismos ejecutivos provistos de plenos poderes; lo esencial es que a esta organización del poder proletario se le den los medios y las armas para derrocar el privilegio económico burgués y las resistencias políticas y militares de la burguesía, de manera de preparar luego la desaparición misma de las clases, y las modificaciones cada vez màs profundas de su propia tarea y de su misma estructura.Una cosa es indudable: mientras que la democracia burguesa sólo tiene el propósito efectivo de excluir las grandes masas proletarias y pequeño-burguesas de toda influencia sobre la dirección del Estado, la cual està reservada a las grandes oligarquias industriales, bancarias y agrarias, la dictadura proletaria debe poder empear en la lucha que ella personifica a las capas màs vastas de la masa proletaria y aun casi proletaria. Pero el logro de este objetivo no se identifica en absoluto (a no ser para quien està sugestionado por prejuicios) con la formación de un vasto engranaje de consulta electiva: ésta puede ser demasiado y màs a menudo demasiado poco, ya que luego de haber participado en tal forma, muchos proletarios se abstendrían de otras manifestaciones activas en la lucha de clase. Por otra parte, la gravedad de la lucha en ciertas fases exige la prontitud de decisiones y de movimientos, y la centralización de la organización de los esfuerzos en una dirección común. Para llenar estas condiciones, el Estado proletario, tal como la experiencia rusa nos enseña con una multitud de elementos, funda su engranaje constitucional sobre características que laceran directamente los cànones de la democracia burguesa: por ello los partidarios de ésta gritan por la violación de la libertad, mientras que sólo se trata de desenmascarar los prejuicios filisteos con los que la demagogia ha asegurado siempre el poder de los privilegiados. El mecanismo constitucional de la organización estatal en la dictadura del proletariado no es sólo consultivo sino al mismo tiempo ejecutivo, y la participación en las funciones de la vida politica,si no la de toda la masa de los electores, por lo menos la de una vasta capa de sus delegados, no es intermitente sino continua. Es interesante constatar que esto se logra sin dar, es màs, acompañando al caràcter unitario de la acción de todo el aparato estatal, precisamente gracias a criterios opuestos a los del hiperliberalismo burgués, o sea suprimiendo sustancialmente el sufragio directo y la representación proporcional, luego de haber descartado, como ya hemos visto, el otro dogma sagrado del sufragio igualitario.
No pretendemos establecer aquí que estos nuevos criterios introducidos en el mecanismo representativo, o fijados en una constitución, lo sean por razones de principio: podrían cambiar en otras circunstancias,y en todo caso queremos aclarar que no atribuimos a estas formas de organización y de representación ninguna virtud intrínseca. Todo lo que estamos demostrando se traduce en una tesis marxista fundamental que puede ser enunciada asi: «la revolución no es un problema de formas de organización». Por el contrario, la revolución es un problema de contenido, o sea,de movimiento y de acción de las fuerzas revolucionarias en un proceso incesante, que no puede teorizar se fijàndolo en las tentativas diversas y vanas de una inmóvil «doctrina constitucional».
De todos modos, en el mecanismo de los consejos obreros no encontramos el criterio propio de la democracia según el cual cada ciudadano designa su delegado a la representación suprema, al parlamento. Existen por el contrario diferentes niveles territoriales cada vez màs amplios de los consejos obreros y campesinos, hasta llegar al Congreso de los Soviets. Cada consejo local o de distrito elige sus delegados al Consejo superior, así como los miembros de su propia administración, es decir, el órgano ejecutivo correspondiente. Mientras que en la base, en los consejos iniciales urbanos y rurales, toda la masa es consultada, en las elecciones de delegados a los consejos superiores y a los otros cargos, la elección no es efectuada según el sistema proporcional sino según el mayoritario, y cada conjunto de electores elige sus delegados según las listas propuestas por los partidos. Por lo demàs, como la mayoría de las veces se trata de elegir un solo delegado que representa la ligazón entre un nivel inferior y un nivel superior de los consejos, es evidente que dos de los dogmas del liberalismo formal: el escrutinio de lista y la representación proporcional, desaparecen al mismo tiempo. Ya que cada nivel de los consejos debe constituir organismos no sólo consultativos sino también administrativos que estàn estrechamente ligados a la administración central, es natural que, a medida que se sube hacia representaciones màs restringidas, se deban tener no ya las asambleas parlamentarias de charlatanes que discuten interminablemente sin actuar jamàs, sino cuerpos restringidos y homogéneos aptos para dirigir la acción y la lucha política y el camino revolucionario concorde de toda la masa así encuadrada.
Tal mecanismo es completado por aquellas virtudes que no podrían nunca estar contenidas automàticamente en ningún proyecto constitucional y que derivan de la presencia de un factor de primerísimo orden, el partido político, cuyo contenido sobrepasa de lejos la pura forma organizativa, y cuya conciencia y voluntad colectivas operantes permiten implantar el trabajo según las necesidades de un largo proceso que avanza incesantemente. El partido político es el órgano que màs puede aproximarse a los caracteres de una colectividad unitaria, homogénea y solidaria en la acción. En realidad, el partido comprende sólo una minoría de la masa, pero las características que presenta, en comparación con todo otro organismo de representación basado sobre capas amplísimas, son justamente tales que demuestran que el partido representa los intereses y el movimiento colectivo mejor que todo otro órgano. En el partido político tiene lugar la participación continua e ininterrumpida de todos los miembros en la ejecución del trabajo común, y la preparación a la solución de los problemas de lucha y de reconstrucción de los cuales el grueso de la masa sólo puede tener conciencia en el momento en que se delinean. Por todas estas razones, es natural que en un sistema de representación y de delegación que no sea el de la mentira democràtica,.sino que esté basado sobre un estrato de la población propulsado en el curso de la revolución por comunes intereses fundamentales, la elección espontànea recaiga en los elementos propuestos por el partido revolucionario, que està armado para las exigencias del proceso de lucha,y que ha podido y sabido prepararse a afrontar los problemas que el mismo plantea. Màs tarde diremos algo para demostrar que ni siquiera al partido atribuimos estas facultades como simple resultado de su criterio especial de constitución: el partido puede o no ser apto para cumplir la tarea de propulsor de la obra revolucionaria de una clase. No el partido político en general, sino un partido, el comunista, puede corresponder a tal función; y el propio partido comunista no està preventivamente inmunizado contra los cien peligros de la degeneración y de la disolución. Los caracteres positivos que ponen el partido a la altura de su tarea no se hallan en su mecanismo estatutario y en las simples medidas de organización interna, sino que se afirman a través del propio proceso del desarrollo del partido y de su participación a las luchas y a la acción, como formación de una dirección común en torno de una concepción del proceso histórico, de un programa fundamental -que se precisa como una conciencia colectiva-, y, al mismo tiempo, en torno de una firme disciplina organizativa. Los desarrollos de estas ideas estàn contenidos en las tesis sobre la tàctica presentadas al Congreso del Partido Comunista de Italia, y que el lector conoce.
Retornando a la naturaleza del engranaje constitucional de la dictadura proletaria, que es, tal como ya lo hemos dicho, tanto legislativo como ejecutivo en sus niveles sucesivos, debemos añadir algo para precisar cuàles son las tareas de la vida colectiva respecto a las cuales ese engranaje tiene funciones e iniciativas ejecutivas que justifican su formación misma y las relaciones de su mecanismo elàstico en continua evolución. Nos referimos al periodo inicial del poder proletario, comparable a la situación que ha atravesado la dictadura proletaria en Rusia durante los últimos cuatro años y medio. No queremos aventurarnos en el problema del ordenamiento definitivo de las representaciones en una sociedad comunista no dividida en clases, pues no podemos prever totalmente la evolución que se abrirà paso cuando la sociedad se aproxime a ese estadio; podemos solamente entrever que irà en el sentido de una fusión de todos los diferentes organismos: políticos, administrativos, económicos, con la eliminación progresiva de todo elemento coercitivo y de la propia entidad Estado, como instrumento del poder de clase y de la lucha contra las otras clases supervivientes.
En su periodo inicial, la dictadura proletaria tiene una tarea extremadamente pesada y compleja que puede ser subdividida en tres esferas de acción: política, militar y económica. El problema militar de la defensa interna y externa contra los asaltos de la contrarrevolución, así como el de la reconstrucción de la economía sobre bases colectivas, està basado en la existencia y en la aplicación de un plan sistemàtico y racional de empleo de todos los esfuerzos, en una actividad que debe llegar a ser fuertemente unitaria a pesar de utilizar es màs, justamente para utilizarlas con el mayor rendimiento las energías de toda la masa. En consecuencia, el organismo que conduce en primer lugar la lucha contra el enemigo externo e interno, esto es, el ejército (y la policía) revolucionario, debe fundarse sobre una disciplina y una jerarquía centralizada en manos del poder proletario: aun el ejército rojo es pues una unidad organizada con una jerarquía constituida del exterior, es decir, por el gobierno político del Estado proletario, y lo mismo sucede con la policía y la magistratura revolucionarias. Aspectos màs complejos tiene el problema del aparato económico que el proletariado vencedor construye para echar las bases del nuevo sistema de producción y de distribución. Aquí sólo podemos recordar que la centralización es la característica que distingue este aparato administrativo racional del caos de la economía burguesa privada. Se trata de administrar todas las empresas en el interés del conjunto de la colectividad y en coordinación con las exigencias de todo el plan de producción y de distribución. Por otra parte, el aparato económico y la disposición de los individuos adscriptos al mismo se modifica continuamente, no sólo como resultado de su construcción gradual, sino también como consecuencia de las crisis inevitables en un periodo de tan vastas transformaciones y que va acompañado de luchas políticas y militares. De estas consideraciones se llega a la conclusión de que en el periodo inicial de la dictadura proletaria, aunque los consejos en los distintos niveles deben dar lugar simultàneamente a las designaciones de orden legislativo para las instancias superiores, y las designaciones ejecutivas para las administraciones locales, es necesario dejar al centro la absoluta responsabilidad de la gestión de la defensa militar, y la respondabilidad menos rígida de la gestion de la campaña económica, mientras que los órganos locales sirven para encuadrar politicamente a las masas para su participación a la realización de esos planes, y para su consentimiento al encuadramiento militar y económico, creando así las condiciones de su màs amplia y continua actividad posibles en torno de los problemas de la vida colectiva, encauzàndola en la formación de esa organización fuertemente unitaria que es el Estado proletario.
Estas consideraciones, sobre las cuales no nos extenderemos, no tienden a probar que los organismos intermedios de la jerarquía estatal no deban téner una posibilidad de movimiento y de iniciativa, sino sirven para demostrar que no es posible teorizar el esquema de su formación como el de una adhesión precisa a las tareas efectivas, militares, o económicas, de la revolución, formando las agrupaciones de los electores proletarios según la empresa productiva o la sección del ejército. El mecanismo de tales agrupaciones no actúa gracias a aptitudes especiales inherentes a su esquema y a su estructura, y, por lo tanto, las unidades que reagrupan a los electores en la base pueden formarse según criterios empíricos, es màs, se formaràn de por si según criterios empíricos, entre los cuales pueden estar la confluencia en los lugares de trabajo como en los de habitación, o en la guarnición, o en el frente, o en otros sitios de la existencia cotidiana, sin que se pueda excluir ninguno a priori o erigirlo en modelo. Pero, de todos modos, el fundamento de la representación estatal de la revolución proletaria es una subdivisión territorial de circunscripciones, en cuyo seno tienen lugar las elecciones. Todas estas consideraciones no tienen nada de absoluto, y esto nos lleva a nuestra tesis que afirma que ningún esquema institucional tiene valor de principio, y que la democracia mayoritaria, entendida en el sentido formal y aritmético, no es màs que un método posible para coordinar las relaciones existentes en el seno de los organismos colectivos, y al cual es imposible atribuir desde cualquier punto de vista la presunción intrínseca de necesidad y de justicia, ya que estas expresiones no tienen para nosotros, los marxistas, ningún sentido, y que, por otra parte, no es nuestro propósito el de substituir el aparato democràtico criticado por nosotros por otro proyecto mecànico de aparato estatal exento de por si de defectos y de errores.
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Nos parece haber dicho bastante acerca del principio de la democracia cuando està aplicado al Estado burgués, con la pretensión de abrazar todas la clases, y aun cuando està aplicado exclusivamente a la clase proletaria como fundamento de un Estado después de la victoria revolucionaria. Nos falta agregar algo sobre la aplicación del mecanismo democràtico dentro de las relaciones estructurales de las organizaciones que existen antes (y aun después) de la conquista del poder: sindicatos económicos y partido político.
Habiendo establecido que una verdadera unidad organizativa es sólo posible sobre la base de una homogeneidad de intereses entre los miembros de la propria organización, es indiscutible que, puesto que se adhiere a los sindicatos y al partido sobre la base de una decisión espontànea de participar a ciertos tipos de acción, el funcionamiento del mecanismo democràtico y mayoritario dentro de ellos puede ser examinado sin aplicarle el tipo de crítica que le niega todo valor en el caso de la artificiosa unificación constitucional de las distintas clases del Estado burgués - pero sin dejarnos confundir por el arbitrario concepto de la «santidad» de las opiniones mayoritarias.
Respecto al partido, el sindicato tiene el caràcter de una identidad màs completa de intereses materiales e inmediatos: dentro de sus respectivos límites de categoría, el sindicato alcanza una gran homogeneidad en su composición, y,de organización de adhesión voluntaria, puede tender a devenir una organización a la que adhieran obligatoriamente por definición todos los trabajadores de una categoría o industria dada, lo que sucederà en una cierta fase de desarrollo del Estado proletario. Es indudable que en ese àmbito,el número sigue siendo el coeficiente decisivo, y la consulta mayoritaria tiene un gran valor; pero,a su consideración esquemàtica,se debe agregar la de los otros factores que intervienen en el seno de la organización sindical: una jerarquía burocratizada de funcionarios que la inmovilizan en el marco de su dominación, y los grupos de vanguardia que el partido político revolucionario constituye allí para conducirlo al terreno de la acción revolucionaria. En esta lucha, los comunistas demuestran a menudo que los funcionarios de la democracia sindical violan el concepto democràtico y que no les importa un bledo la voluntad de la mayoría. Es justo hacer ésto para demostrar que sus actos estàn en contradicción con la mentalidad democràtica que ostentan, tal como se hace con los burgueses liberales cada vez que defraudan y coartan la consulta popular, a pesar de no hacernos ilusiones de que ésta, aun si fuese efectuada libremente, resolvería los problemas que pesan sobre el proletariado. Es justo y oportuno hacerlo, porque en los momentos en los cuales las grandes masas se ponen en movimiento bajo la presión de las situaciones económicas, es posible cercenar la influencia de los funcionarios (que es una influencia extraproletaria proveniente, si bien no oficialmente, de clases y de poderes ajenos a la organización sindical), y acrecentar la influencia de los grupos revolucionarios. En todo esto no hay prejuicios «constitucionales», y con tal de ser comprendidos por la masa y poder demostrarle que actúan en el sentido de sus intereses bien interpretados, los comunistas pueden y deben comportarse en forma elàstica frente a los cànones de la democracia sindical interna; por ejemplo, no hay ninguna contradicción entre estas dos actitudes tàcticas: asumir la representación minoritaria en los organismos directivos del sindicato hasta tanto los estatutos lo permitan, y sostener que esta representación debe ser suprimida a fin de volver màs àgiles los órganos ejecutivos, apenas los hayamos conquistado. Lo que nos debe guiar en esta cuestión es el anàlisis atento del proceso de desarrollo de los sindicatos en la fase actual: se trata de acelerar su transformación, de órganos de las influencias contrarrevolucionarias sobre el proletariado, en órganos de la lucha revolucionaria; los criterios de organización interna no tienen un valor en sí mismos, sino en la medida en que se coordinan con estos objetivos.
Queda finalmente por examinar la organización del partido, cuyos caracteres han sido ya abordados a propósito del mecanismo del Estado proletario. El partido no parte de una identidad de intereses económicos tan completa como el sindicato pero, en compensación, constituye la unidad de su organización no ya sobre la estrecha base de categoría, como este último, sino sobre la base màs amplia de la clase. El partido no sólo se extiende en el espacio sobre la base del conjunto de la clase proletaria, hasta volverse internacional, sino también en el tiempo: es decir, el partido es el órgano específico cuya conciencia y cuya acción reflejan las exigencias de la victoria a lo largo de todo el camino de la emancipación revolucionaria del proletariado. Cuando estudiamos los problemas de la estructura y de la organización interna del partido, estas notorias consideraciones nos obligan a tener en cuenta todo el proceso de su formación y de su vida en relación con las complejas tareas a las que responde. Al final de este ya largo trabajo, no podemos entrar en los detalles del mecanismo que debería regir en el partido las consultas de la masa de sus adherentes, el reclutamiento, el nombramiento de los responsables en toda la jerarquía. Es indudable que, hasta ahora, lo mejor es atenerse, por lo general, al principio mayoritario. Pero, tal como lo hemos subrayado con insistencia, no hay ninguna razón para hacer un principio de este empleo del mecanismo democràtico. Junto a una tarea de consulta, anàloga a la legislativa de los aparatos de Estado, el partido tiene una tarea ejecutiva, que en los momentos supremos de la lucha corresponde lisa y llanamente a la de un ejército, y que exigiría el màximo de disciplina jeràrquica. De hecho, en el complejo proceso que nos ha llevado a la constitución de partidos comunistas, la formación de la jerarquía de los mismos es un hecho real y dialéctico que tiene lejanos origenes, y que corresponde a todo el pasado de experiencia y de ejercitación del mecanismo del partido. No podemos admitir que una designación de la mayoría del partido sea a priori tan feliz en sus decisiones como la de ese juez sobrenatural e infalible que, según la creencia de aquellos para quienes la participación del Espíritu Santo en los cónclaves es un hecho cierto, designa a los jefes de las colectividades humanas. Hasta en una organización en la cual, como en el partido, la composición de la masa es el resultado de una selección, a través de la espontànea adhesión voluntaria, y de un control del reclutamiento, la decisión de la mayoría no es de por si la mejor; si puede contribuir a un mejor rendimiento de la jerarquía operante, ejecutiva, del partido, es sólo como resultado de la convergencia en el trabajo concorde y bien encaminado. Aquí no proponemos aún reemplazarlo por otro mecanismo, ni estudiamos en detalle por cuàl podría serlo. Pero es seguro que es admisible una organización que se libere cada vez màs de los convencionalismos del principio de la democracia, y no debe ser rechazada con fobias injustificadas, cuando se pudiese demostrar que otros elementos de decisión, de elección, de resolución de los problemas, se presentan màs conformes a las exigencias reales del desarrollo del partido y de su actividad, en el marco del acaecer histórico.
A nuestros ojos, el criterio democràtico es hasta el presente un accidente material para la construcción de nuestra organización interna y para la formulación de los estatutos del partido: no es La plataforma indispensable. He aquí porqué nosotros no erigiremos en principio la conocida fórmula del «centralismo democràtico». La democracia no puede ser para nosotros un principio, mientras que, indudablemente, el centralismo lo es, porque las características esenciales de la organización del partido deben ser la unidad de estructura y de movimiento. El término centralismo basta para expresar la continuidad de la estructura del partido en el espacio; y para introducir el concepto esencial de la continuidad en el tiempo, es decir, en el objetivo al cual se tiende y en la dirección en la cual se avanza hacia los sucesivos obstàculos que deben ser superados, es màs, ligando estos dos conceptos esenciales de unidad, nosotros propondríamos decir que el partido comunista funda su organización sobre el «centralismo orgànico». Así, a la vez que se guarda del accidental mecanismo democràtico ese tanto que podrà servirnos, eliminaremos el uso del término «democracia», caro a los peores demagogos e impregnado de ironía para todos los explotados, los oprimidos, y los engañados, regalàndolo, como es aconsejable, para su uso exclusivo, a los burgueses y a los campeones del liberalismo, incluso cuando éste lleva el disfraz de cualquiera de sus poses extremistas.
En la exposición de los problemas del comunismo, el empleo de ciertos términos engendra a menudo equívocos entre los sentidos diferentes con que pueden ser empleados. Tal es el caso con los términos democracia y democràtico. En sus afirmaciones de principio, el comunismo marxista se presenta como una crítica y una negación de la democracia; por otra parte, los comunistas defienden a menudo el caràcter democràtico, la aplicación de la democracia, en los organismos proletarios: sistema estatal de los consejos obreros, sindicatos, partido.
Ciertamente, no existe ninguna contradicción en ello, y no se puede objetar nada al dilema: democracia burguesa o democracia proletaria, como equivalente perfecto de: democracia burguesa o dictadura proletaria.
En efecto, la crítica marxista de los postulados de la democracia burguesa està basada en la definición de los caracteres de la actual sociedad dividida en clases, y demuestra la inconsistencia teórica y la insidia pràctica de un sistema que quisiera conciliar la igualdad política con la división de la sociedad en clases sociales, determinadas por la naturaleza del modo de producción.
La libertad y la igualdad política contenidas, según la teoría liberal, en el derecho al sufragio, sólo tienen sentido sobre una base que excluya la disparidad de las condiciones económicas fundamentales: he aquí porqué los comunistas aceptan su aplicación dentro de los organismos de clase del proletariado, y sostenemos que hay que dar un caràcter democràtico a su mecanismo.
Aun si, para no engendrar equívocos, y para evitar la valorización de un concepto que fatigosamente tendemos a demoler y que es rico en sugestiones, no se quiere introducir el uso de dos términos diferentes en los dos casos, es útil sin embargo estudiar màs profundamente el contenido mismo del principio democràtico en general, aun cuando se lo aplica a organismos homogéneos desde el punto de vista clasista. Esto evitarà que, mientras nos esforzamos con nuestra crítica en remover todo el contenido engañoso y arbitrario de las teorías «liberales», se corra el riesgo de volver a caer en el reconocimiento de una «categoría», el principio de la democracia, erigido de manera apriorística en un elemento de verdad y de justicia absoluta, y que sería un intruso en toda la construcción de nuestra doctrina.
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Así como un error doctrinal està siempre en la base de un error de tàctica política y, si se quiere, es su traducción en el lenguaje de nuestra conciencia crítica colectiva, del mismo modo se tiene un reflejo de toda la política y la tàctica perniciosa de la socialdemocracia en el error de principio que consiste en presentar el socialismo como el heredero de una parte substancial del contenido que la doctrina liberal opuso contra el de las viejas doctrinas políticas basadas en el espiritualismo.
Por el contrario, y lejos de aceptarla para complementarla, el socialismo marxista destruye justamente, desde sus primeras formulaciones, toda la crítica que el liberalismo democràtico había edificado contra las aristocracias y las monarquías absolutas del antiguo régimen. Evidentemente, y digàmoslo ya para aclarar nuestra orientación, esta destrucción no tiene por objeto la reivindicación de la supervivencia de las doctrinas espiritualistas o idealistas contra el materialismo volteriano de los revolucionarios burgueses, sino la demostración que,en realidad, los teóricos de este último, con la filosofía política de la «Enciclopedia», sólo se ilusionaban al creer haber superado las neblinas de la metafísica aplicada a la sociología y a la política, y los absurdos del idealismo, y que, junto con sus predecesores, debían caer bajo la crítica verdaderamente realista de los fenómenos sociales y de la historia, edificada con el materialismo histórico de Marx.
Teóricamente, es aun importante demostrar que para profundizar el foso entre el socialismo y la democracia burguesa, para devolver a la doctrina de la revolución proletaria su potente contenido revolucionario perdido en las adulteraciones de quienes fornican con la democracia burguesa, no es de ninguna manera necesario fundarse sobre una revisión de nuestros principios en un sentido idealista o neoidealista, sino que basta simplemente remontarse a las posiciones adoptadas por los maestros del marxismo frente a los engaños de las doctrinas liberales y de la filosofía materialista burguesa.
Permaneciendo en nuestro argumento, mostraremos que la crítica socialista de la democracia era substancialmente una crítica a la crítica democràtica de las viejas filosofías políticas, una crítica a su pretendida oposición universal, una demostración que ellas se asemejaban teóricamente, así como pràcticamente el proletariado no tenía tanto que felicitarse del pasaje de la dirección de la sociedad de las manos de la nobleza feudal, monàrquica y religiosa, a las de la joven burguesía comercial e industrial. Y la demostración teórica que la nueva filosofía burguesa no había derrotado a los viejos errores de los regímenes despóticos, sino que era sólo un edificio de nuevos sofismas, correspondía concretamente a la negación, contenida en el surgimiento del movimiento subversivo del proletariado, de la pretensión burguesa de haber organizado para siempre la administración de la sociedad sobre bases pacificas e indefinidamente perfectibles con el advenimiento del derecho de sufragio y del parlamentarismo.
Mientras que las viejas doctrinas políticas fundadas sobre conceptos espiritualistas, o aun sobre la revelación religiosa, pretendían que las fuerzas sobrenaturales que gobiernan la conciencia y la voluntad de los hombres habían asignado a ciertos individuos, a ciertas familias, a ciertas castas, la tarea de dirigir y de administrar la vida colectiva, convirtiéndolos por investidura divina en depositarios de la preciosa «autoridad»,la filosofía democràtica, que se afirmó paralelamente a la revolución burguesa, opuso a estas aserciones la proclamación de la igualdad moral, política y jurídica de todos los ciudadanos, ya fuesen nobles, eclesiàsticos o plebeyos, y quiso transferir la «soberanía», del circulo restringido de la casta o de la dinastía, al circulo universal de la consulta popular basada en el sufragio, mediante el cual la mayoría de los ciudadanos designa con su voluntad a los regidores del Estado.
Los rayos que los sacerdotes de todas las religiones y los filósofos espiritualistas hecharon contra esta concepción, no bastan para que sea aceptada como la victoria definitiva de la verdad contra el error obscurantista, a pesar de que, por mucho tiempo, el «racionalismo» de esta filosofía política pareció ser la última palabra tanto de la ciencia social como del arte politico, y ha obtenido la solidaridad de muchos pretendidos socialistas.La afirmación que la época de los «privilegios» ha caducado desde que la jerarquía social se constituye sobre la base de las formaciones electorales mayoritarias, no resiste a la crítica marxista, que proyecta una luz totalmente distinta sobre la naturaleza de los fenómenos sociales; y su construcción lógica puede seducir únicamente si se parte de la hipótesis de que el voto, o sea el parecer, la opinión, la conciencia de cada elector, tiene el mismo peso cuando confiere su delegación para la administración de los asuntos colectivos. Cuàn poco realista y «materialista» es tal concepto lo demuestra, por el momento, la siguiente consideración: él configura cada hombre como una «unidad» perfecta de un sistema compuesto de otras tantas unidades potencialmente equivalentes, y en lugar de valorar la opinión de cada individuo en función de sus múltiples condiciones de vida, o sea de sus relaciones con los otros hombres, la teoriza suponiendo su «soberanía». Esto equivale a ubicar la conciencia de los hombres fuera del reflejo concreto de los hechos y de las determinaciones del medio, a pensar que es una centella encendida en cualquier organismo (en el saludable como en el desgastado, en aquel que tiene armónicamente satisfechas sus necesidades como en el atormentado por ellas con la misma equidad providencia) por una indefinible divinidad que dispensa la vida. Està no designaría màs al monarca, pero habría dado a cada uno la misma facultad para indicarlo. A despecho de su ostentación de racionalidad, la premisa sobre la cual se apoya la teoría democràtica no es disímil, en su puerilidad metafísica, a la premisa de ese «libre arbitrio» por el cual la ley católica del màs allà absuelve o condena. Colocàndose fuera del tiempo y de la contingencia histórica, la democracia teórica no està pues menos impregnada de espiritualismo que lo que estàn, en su profundo error, las filosofías de la autoridad revelada y de la monarquía por derecho divino.
Quien quisiera profundizar estas confrontaciones no tendrà màs que recordar que la doctrina política democràtica ha sido expuesta, muchos siglos antes de la declaración del hombre y del ciudadano, y de la gran revolución, por pensadores que estaban totalmente sobre el terreno del idealismo y de la filosofía metafísica; y por otra parte, la gran revolución misma abatió los altares del dios cristiano en nombre de la razón, pero aun de ésta quiso y debió hacer una divinidad.
Incompatible con la crítica marxista, esta premisa es propia no sólo de las construcciones del liberalismo burgués, sino también de todas aquellas doctrinas constitucionales y de aquellos proyectos de edificación social que se fundan sobre la «virtud intrínseca» de ciertos esquemas de relaciones sociales y estatales. De hecho, edificando su propia doctrina de la historia, el marxismo demolía simultàneamente el idealismo medieval, el liberalismo burgués y el socialismo utópico.
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Contra estas edificaciones arbitrarias de constituciones sociales, ya sean aristocràticas o democràticas, autoritarias o liberales, como contra la concepción anarquista de una sociedad sin jerarquía y sin delegación de poderes, la cual procede de errores anàlogos, el comunismo critico ha opuesto un estudio mucho màs fundado de la naturaleza de las relaciones sociales y de sus causas, en el complejo desarrollo evolutivo que éstas presentan a lo largo del curso de la historia humana, un anàlisis atento del caràcter de estas relaciones en la época capitalista actual, y una serie de hipótesis meditadas sobre su evolución ulterior, a las cuales viene ahora a agregarse la formidable contribución teórica y pràctica de la revolución proletaria rusa.
Sería superfluo desarrollar aquí los notorios conceptos del determinismo económico y los argumentos que demuestran cuàn bien fundado es su empleo en la interpretación de los hechos históricos y del mecanismo social. La introducción de los factores que estàn sobre el terreno de la producción, de la economía y de las relaciones de clase que surgen de ellas, elimina simultàneamente todo apriorismo propio de los conservadores o de los utopistas, franqueando así la vía a la explicación científica de los hechos de distintos órdenes que constituyen las manifestaciones jurídicas, políticas, militares, religiosas y culturales de la vida social.
Nos limitaremos a seguir sumàriamente a través del curso histórico las evoluciones que ha presentado el modo de organización social y de agrupación de los hombres, no sólo en el Estado, representación abstracta de una colectividad unificadora de todos los individuos, sino también en los diferentes organismos que derivan de las relaciones entre los individuos.
En la base de la interpretación de toda jerarquía social, ya sea ésta extensisima o limitada, estàn las relaciones entre los distintos individuos, y en la base de éstas se halla la división de funciones entre ellos.
Sin riesgo de error grave, podemos imaginar la existencia, al principio, de una forma de vida completamente inorganizada de la especie humana. El número limitado de individuos les consiente vivir de los productos de la naturaleza sin ejercer arte o trabajo sobre ésta ultima; en estas condiciones, para vivir, cada uno podría prescindir de sus semejantes. Sólo existen aquellas relaciones comunes a todas las especies, las de la reproducción, pero para la especie humana y no sólo para ella ellas bastan ya para constituir un sistema de relaciones y una consiguiente jerarquía: la familia. Esta puede fundarse sobre la poligamia, sobre la poliandria, o sobre la monogamia; no es ésta la ocasión de entrar en tal anàlisis, pero la misma nos ofrece el embrión de una vida colectiva organizada sobre la división de funciones requerida por las consecuencias directas de los factores fisiológicos, que mientras llevan a la madre a amparar la prole y a criaría, consagran el padre a la caza, al saqueo, a la protección contra los enemigos externos, etc.
Tal como en las fases ulteriores del desarrollo de la producción y de la economía, es inútil detenerse en el estudio abstracto si, en esta fase inicial de ausencia casi completa de ese desarrollo, estamos en presencia de la unidad-individuo o de la unidad-sociedad. La unidad del individuo tiene indudablemente sentido desde el punto de vista biológico, pero es una elucubración metafísica hacer de él el fundamento de construcciones sociales, porque desde el punto de vista social no todas las unidades tienen el mismo valor, y porque la colectividad sólo surge de relaciones y de formaciones en las cuales, debido a las múltiples influencias del ambiente social, la parte y la actividad de cada individuo no son una función individual sino colectiva. Aun en el caso elemental de una sociedad inorganizada, o de no sociedad, la misma base fisiológica que produce la organización familiar nos basta para destruir la arbitraria representación del Individuo como una unidad indivisible (en el sentido literal del término) y susceptible de formar compuestos superiores con otras unidades semejantes que conservan su distinción propia y, en cierto sentido, su propia equivalencia. Evidentemente, ni siquiera existe la unidad-sociedad, ya que las relaciones entre los hombres, aun la de pura noción de la existencia recíproca, son limitadísimas y restringidas al círculo de la familia o del clan.
Podemos anticipar la conclusión obvia que la «unidad-sociedad» no ha existido jamàs y no existirà probablemente jamàs, sino como un «límite» al cual se podrà aproximar progresivamente superando los confines de las clases y de los Estados.Se puede considerar la unidad-individuo como un elemento utilizable en las deducciones o en las construcciones sociales, o, si se quiere, para negar la sociedad, sólo partiendo de una premisa irreal que, en el fondo, y aún en formulaciones modernisimas, no deja de ser una reproducción diferente de los conceptos de la revelación religiosa, de la creación, y de la independencia de una vida espiritual respecto de los hechos de la vida natural y orgànica. La divinidad creadora, o una fuerza única regidora de los destinos del mundo, habría dado a cada individuo esta investidura elemental, haciendo de él una molécula autónoma bien definida, conciente, volitiva, responsable, del conglomerado social, independientemente de las contingencias agregadas por las influencias físicas del medio. Este concepto religioso e idealista està modificado sólo en apariencia en la concepción del liberalismo democràtico o del individualismo libertario: el alma como centella encendida por el Ente supremo, la soberanía subjetiva de cada elector, o la autonomía ilimitada del ciudadano de la sociedad sin leyes, son otros tantos sofismas que pecan de la misma puerilidad frente a la crítica marxista, por màs resuelto que haya sido el «materialismo» de los primeros burgueses liberales y de los anarquistas.
A esta concepción le corresponde aquella otra suposición, igualmente idealista, de la perfecta unidad social, del monismo social, edificada sobre la base de la voluntad divina que gobierna y administra la vida de nuestra especie. Retornando al estadio primitivo de la vida social que consideràbamos màs arriba, y en presencia de la organización familiar, tenemos que concluir que, en la interpretación de la vida de la especie y en su proceso evolutivo, podemos prescindir de las hipótesis metafísicas de la unidad-individuo y de la unidad-sociedad. En cambio, podemos afirmar positivamente que, con la familia, estamos en presencia de un tipo de colectividad organizada sobre una base unitaria. Nosotros nos guardamos bien de hacer de ella un tipo fijo y permanente, y tanto màs de idealizarla como arquetipo de convivencia social, tal como se puede hacer con el individuo en el anarquismo o en la monarquía absoluta; constatamos simplemente la existencia de esta unidad primordial de organización humana, a la cual sucederàn otras, que ella misma se modificarà en distintos aspectos, que se convertirà en elemento constitutivo de otros organismos colectivos y, tal como podría suponerse, que desaparecerà en las formas sociales avanzadisimas. No experimentamos ninguna necesidad de estar por principio a favor o en contra de la familia, como tampoco, por ejemplo, a favor o en contra del Estado; lo que nos interesa es aprehender en la medida de lo posible, el sentido de la evolución de estos tipos de organización humana, y, cuando nos preguntamos si desapareceràn un día, lo hacemos de la manera màs objetiva, pues no es propio de nuestra mentalidad el considerarlos ni como sagrados e intangibles, ni como perniciosos y a destruir: el conservadorismo y su contrario (es decir la negación de toda forma de organización y de jerarquía social) son igualmente débiles del punto de vista critico, e igualmente estériles en resultados.
En el estudio de la historia humana, y lejos de la tradicional oposición entre las categorías de individuo y sociedad, seguimos la formación y la evolución de otras unidades, es decir, de otras colectividades humanas organizadas; agrupamientos humanos restringidos, o vastos, fundados sobre una división de funciones y sobre una jerarquía, que aparecen como factores y como actores de la vida social. Sólo en un cierto sentido, estas unidades pueden ser paragonadas a unidades orgànicas, a organismos vivos cuyas células, con distintas funciones e importancia, son los hombres o grupos elementales de hombres; pero la analogía no es completa, ya que, mientras el organismo viviente tiene limites definidos y un curso biológico de desarrollo y de muerte, las unidades sociales organizadas no estàn encerradas en límites fijos, y se renuevan continuamente, entrelazàndose, descomponiéndose y recomponiéndose al mismo tiempo. Lo que nos interesa demostrar y nos llevo a detenernos sobre el primer y obvio ejemplo de la unidad familiar, es que, a pesar de que estas unidades estàn formadas evidentemente por individuos, y a pesar de que su propia composición es variable, ellas actuan como «totalidades» orgànicas e integrales, y su descomposición en unidades-individuo sólo tiene un valor mitológico e irreal. El elemento familia tiene una vida unitaria que no depende del número de los individuos que encierra, sino de la trama de sus relaciones: así, para expresarnos banalmente, no tiene el mismo valor una familia compuesta por el jefe, las mujeres y algunos ancianos invàlidos, que aquélla compuesta, ademàs del jefe, por algunos hijos jóvenes y aptos para el trabajo.
A partir de la familia, esta primera forma de unidad organizada de individuos que nos presenta las primeras divisiones de funciones y las primeras jerarquías y formas de la autoridad, de la dirección de las actividades de los individuos y de la administración, se pasa en el curso de la evolución por una infinidad de otras formas de organización, cada vez màs complejas y vastas. La razón de esta creciente complejidad radica en la creciente complejidad de las relaciones y de las jerarquías sociales, que surge de una diferenciación siempre màs acentuada, determinada a su vez por los sistemas de producción que el arte y la ciencia.ponen a disposición de las actividades humanas para la elaboración de un número creciente de productos (en el sentido màs amplio de la palabra) aptos para satisfacer las necesidades de sociedades humanas màs numerosas y màs evolucionadas, que tienden hacia formas de vida superiores. Un anàlisis que quiera abarcar el proceso de la formación y de la modificación de las diferentes organizaciones humanas y el mecanismo de sus relaciones en toda la sociedad, debe basarse, por un lado, en la noción del desarrollo de la técnica productiva y, por el otro, en las relaciones económicas que surgen de las situaciones de los individuos en las diferentes funciones exigidas por el mecanismo productivo. El estudio de la formación y de la evolución de las dinastías, de las castas, de los ejércitos, de los estados, de los imperios, de las corporaciones o de los partidos, puede y debe tener lugar fundàndose sobre tales elementos. Puede pensarse que, en el punto culminante de este complejo desarrollo, se encuentre una forma de unidad organizada que coincida con los límites mismos de la humanidad, realizando la división racional de las funciones entre todos los hombres,y se puede discutir sobre el sentido y los límites que tendrà, en esa forma superior de la convivencia humana, el sistema jeràrquico de la administración colectiva.
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Interesàndonos llegar al examen de aquellos organismos unitarios cuyas relaciones internas estàn basadas en lo que corrientemente se denomina el «principio democràtico», introduciremos una distinción simplificadora entre las colectividades organizadas que reciben su jerarquía del exterior, y las que la forman por sí mismas en su propio seno. Según la concepción religiosa y la teoría autoritaria pura, la sociedad humana seria siempre una colectividad unitaria que recibe su jerarquía de los poderes sobrenaturales; y no insistiremos en la crítica de tal simplismo metafísico que està contradicho por toda nuestra experiencia. La jerarquía nace por razones naturales de la necesidad de la división entre las funciones, y esto evidentemente tiene también lugar en la familia. Al transformarse en tribu y en horda, esta debe organizarse para luchar contra otras organizaciones, y surgen así jerarquías militares por la conveniencia de confiar el comando a los màs aptos para valorizar las energías comunes.
Este criterio electivo basado en el interés general, y que es por milenios mucho màs antiguo que el electoralismo democràtico moderno (ya que los reyes, los jefes militares y los sacerdotes fueron originariamente elegidos) terminó por ser relegado por otros criterios de formación de las jerarquías, dando lugar a privilegios de casta, a través de la herencia familiar o de la iniciación de escuelas, de sectas y de cultos restringidos, siendo en general la posesión de un cierto grado, justificada por aptitudes y funciones especiales, el elemento màs importante para influir en la transmisión de ese mismo grado, al menos en los casos normales. Ya hemos dicho que no tenemos la intención de indagar en el seno de la sociedad todo el proceso formativo de las castas y luego de las clases; estas superponen a la necesidad lógica de una división de funciones, el monopolio del poder y de la influencia que acompaña a la posición de privilegio de ciertas capas de individuos en el mecanismo económico. De una forma o otra, toda casta dirigente se da una jerarquía organizativa, y lo mismo ocurre con las clases económicamente privilegiadas. Para limitarnos a un solo ejemplo: la aristocracia terrateniente del medioevo, coalizàndose contra los asaltos de otras clases para la defensa del privilegio común, construyó una forma de organización que culminó en la monarquía en cuyas manos se concentraron los poderes públicos, constituidos con exclusión de los otros estratos de la población. El Estado de la época feudal es la organización de la nobleza feudal apoyada por el clero. El ejército es el principal instrumento de fuerza de estas monarquías militares: estamos aquí frente a un tipo de colectividad organizada cuya jerarquía està constituida desde el exterior, ya que es el rey quien nombra los cuadros del ejército, fundado sobre la obediencia pasiva de cada uno de sus componentes. Toda forma de Estado concentra en una autoridad unitaria la capacidad de ordenar y de encuadrar una serie de jerarquías ejecutivas: ejército, policía, magistratura, burocracia. Así, la unidad-Estado se sirve materialmente de la actividad de individuos de todas las clases, pero està organizada sobre la base de una sola o de unas pocas clases privilegiadas que tienen el poder de constituir sus diferentes jerarquías. Las otras clases y en general todos los grupos de individuos para quienes resulta muy evidente que sus intereses y sus exigencias no estàn de ningún modo garantizadas por la organización estatal existente (aunque ésta emita continuamente esa pretensión), buscan darse organizaciones propias para hacer prevalecer sus propios intereses partiendo de la constatación elemental de la identidad de ubicación de sus miembros en la producción y en la vida económica.Si, al ocuparnos naturalmente de aquellas organizaciones que se dan ellas mismas su propia jerarquía, nos planteamos el problema de cuàl es la mejor manera de designar esta jerarquía para la defensa de los intereses colectivos de todos los miembros de estas organizaciones, y para evitar en su seno la formación de estratificaciones basadas sobre el privilegio, se nos propone el método basado sobre el principio democràtico: consultar todos los individuos y servirse del parecer de la mayoría para designar a quienes deberàn ocupar los grados de la jerarquía.
La crítica de tal proposición debe ser mucho màs severa cuando se propone su aplicación al conjunto de la sociedad actual, o a ciertas naciones, que cuando se trata de introducirla en el seno de organizaciones mucho màs restringidas como los sindicatos proletarios y los partidos.
En el primer caso, debe ser rechazada sin màs porque està planteada en el vacio, sin tener en cuenta para nada la situación económica de los individuos, y con la pretensión que el sistema es intrínsicamente perfecto, independientemente de la consideración de los desarrollos evolutivos que atraviesa la colectividad sobre la cual està aplicada.
La división de la sociedad en clases netamente distintas - como resultado de los privilegios económicos - quita todo valor a una opinión mayoritaria. Nuestra crítica refuta la pretensión engañosa que el mecanismo del Estado democràtico y parlamentario nacido de las constituciones liberales modernas hace de él una organización de todos los ciudadanos en el interés de todos los ciudadanos. Existiendo intereses opuestos y conflictos de clase no es posible una unidad de organización; y el Estado, a pesar de la apariencia exterior de la soberanía popular, continúa siendo el órgano de la clase económicamente dominante y el instrumento de la defensa de sus intereses. A pesar de la aplicación del sistema democràtico a la representación política, nosotros vemos la sociedad burguesa como un conjunto complejo de otros organismos unitarios, muchos de los cuales se agrupan en torno del potente organismo centralizado que es el Estado político, porque son aquéllos que surgen de los agrupamientos de las capas privilegiadas y que tienden a la conservación del aparato social actual; otros pueden ser indiferentes o mudar su orientación frente al Estado; otros finalmente, surgen del seno de las capas económicamente oprimidas y explotadas,y estàn dirigidas contra el Estado de clase. El comunismo demuestra por lo tanto que, mientras respecto a la economía persiste la división en clases,la formal aplicación jurídica y política del principio democràtico y mayoritario a todos los ciudadanos no logra dar al Estado el caràcter de una unidad organizativa de toda la sociedad o de toda la nación. La democracia política ha sido introducida con esta pretensión oficial; pero, en realidad, es adoptada como una forma que conviene al poder específico de la clase capitalista y a su pura y simple dictadura, con el propósito de conservar sus privilegios.
No es por lo tanto necesario insistir mucho en la demolición crítica del error que consiste en atribuir el mismo grado de independencia y de madurez al «voto» de cada elector -ya sea éste un trabajador consumido por el exceso de fatiga física o un rico sibarita, un sagaz capitàn de industria o un desdichado proletario que ignora las razones y los remedios de sus estrecheces-, yendo a buscar de tanto en tanto por un largo período de tiempo el parecer de unos y otros, y pretendiendo que el ejercicio de estas funciones soberanas baste para aségurar la calma y la obediencia de todo aquel que se sentirà desollar y maltratar por las consecuencias de la política y de la administración estatal.
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Habiendo aclarado así que el principio de la democracia no posee ninguna virtud intrínseca, y que no vale nada como principio, siendo màs bien un simple mecanismo organizativo basado en la simple y banal presunción aritmética que la mayoría tiene razón y que la minoría està equivocada, veamos si, y en qué medida, este mecanismo es útil y suficiente para la vida de organizaciones que comprenden colectividades màs restringidas y no divididas por las trincheras de los antagonismos que nacen de las condiciones económicas, consideradas en el proceso de sus desarrollos históricos.
Planteemos el interrogante de si el mecanismo democràtico es aplicable en la dictadura proletaria, o sea en la forma de Estado surgida de la victoria revolucionaria de las clases rebeldes contra el poder de los Estados burgueses, de modo que sea licito definir esta forma de Estado por su mecanismo interno de delegación de los poderes y deformación de las jerarquías, como una «democracia proletaria». La cuestión debe ser abordada sin prejuicios. Bien puede ocurrir qué se llegue a la conclusión que este mecanismo sea utilizable, con ciertas modalidades, mientras no nazca de la evolución misma de las cosas otro màs apto, pero es preciso convencerse que realmente ninguna razón nos lleva a establecer a priori el concepto de soberanía de la «mayoría» del proletariado. Al día siguiente de la revolución, esta mayoría no es todavía completamente homogénea y no constituye una clase única: en Rusia, por ejemplo, el poder està en manos de las clases de los obreros y de los campesinos, pero es fàcil demostrar, por poco que se considere todo el desarrollo del movimiento revolucionario, que la clase del proletariado industrial, mucho menos numerosa en el mismo que la de los campesinos, representa una parte mucho màs importante de ese movimiento, y es lógico pues que en los consejos proletarios, en el mecanismo de los Soviets, un voto de obrero valga mucho màs que el voto de un campesino.
No tenemos la intención de examinar aquí a fondo las características de la constitución del Estado proletario. nosotros no lo concebimos bajo un aspecto inmanente, tal como los reaccionarios ven a la monarquía por derecho divino, los liberales al parlamentarismo y al sufragio universal, los anarquistas al no-Estado. El Estado proletario, como organización de una clase dirigida contra otras que deben ser despojadas de sus privilegios económicos, es una fuerza histórica real que se adapta al fin que persigue, o sea a las necesidades que le dieron nacimiento. En ciertos momentos podría tomar impulso sobre las consultas de las màs vastas masas como sobre la función de restringidisimos organismos ejecutivos provistos de plenos poderes; lo esencial es que a esta organización del poder proletario se le den los medios y las armas para derrocar el privilegio económico burgués y las resistencias políticas y militares de la burguesía, de manera de preparar luego la desaparición misma de las clases, y las modificaciones cada vez màs profundas de su propia tarea y de su misma estructura.Una cosa es indudable: mientras que la democracia burguesa sólo tiene el propósito efectivo de excluir las grandes masas proletarias y pequeño-burguesas de toda influencia sobre la dirección del Estado, la cual està reservada a las grandes oligarquias industriales, bancarias y agrarias, la dictadura proletaria debe poder empear en la lucha que ella personifica a las capas màs vastas de la masa proletaria y aun casi proletaria. Pero el logro de este objetivo no se identifica en absoluto (a no ser para quien està sugestionado por prejuicios) con la formación de un vasto engranaje de consulta electiva: ésta puede ser demasiado y màs a menudo demasiado poco, ya que luego de haber participado en tal forma, muchos proletarios se abstendrían de otras manifestaciones activas en la lucha de clase. Por otra parte, la gravedad de la lucha en ciertas fases exige la prontitud de decisiones y de movimientos, y la centralización de la organización de los esfuerzos en una dirección común. Para llenar estas condiciones, el Estado proletario, tal como la experiencia rusa nos enseña con una multitud de elementos, funda su engranaje constitucional sobre características que laceran directamente los cànones de la democracia burguesa: por ello los partidarios de ésta gritan por la violación de la libertad, mientras que sólo se trata de desenmascarar los prejuicios filisteos con los que la demagogia ha asegurado siempre el poder de los privilegiados. El mecanismo constitucional de la organización estatal en la dictadura del proletariado no es sólo consultivo sino al mismo tiempo ejecutivo, y la participación en las funciones de la vida politica,si no la de toda la masa de los electores, por lo menos la de una vasta capa de sus delegados, no es intermitente sino continua. Es interesante constatar que esto se logra sin dar, es màs, acompañando al caràcter unitario de la acción de todo el aparato estatal, precisamente gracias a criterios opuestos a los del hiperliberalismo burgués, o sea suprimiendo sustancialmente el sufragio directo y la representación proporcional, luego de haber descartado, como ya hemos visto, el otro dogma sagrado del sufragio igualitario.
No pretendemos establecer aquí que estos nuevos criterios introducidos en el mecanismo representativo, o fijados en una constitución, lo sean por razones de principio: podrían cambiar en otras circunstancias,y en todo caso queremos aclarar que no atribuimos a estas formas de organización y de representación ninguna virtud intrínseca. Todo lo que estamos demostrando se traduce en una tesis marxista fundamental que puede ser enunciada asi: «la revolución no es un problema de formas de organización». Por el contrario, la revolución es un problema de contenido, o sea,de movimiento y de acción de las fuerzas revolucionarias en un proceso incesante, que no puede teorizar se fijàndolo en las tentativas diversas y vanas de una inmóvil «doctrina constitucional».
De todos modos, en el mecanismo de los consejos obreros no encontramos el criterio propio de la democracia según el cual cada ciudadano designa su delegado a la representación suprema, al parlamento. Existen por el contrario diferentes niveles territoriales cada vez màs amplios de los consejos obreros y campesinos, hasta llegar al Congreso de los Soviets. Cada consejo local o de distrito elige sus delegados al Consejo superior, así como los miembros de su propia administración, es decir, el órgano ejecutivo correspondiente. Mientras que en la base, en los consejos iniciales urbanos y rurales, toda la masa es consultada, en las elecciones de delegados a los consejos superiores y a los otros cargos, la elección no es efectuada según el sistema proporcional sino según el mayoritario, y cada conjunto de electores elige sus delegados según las listas propuestas por los partidos. Por lo demàs, como la mayoría de las veces se trata de elegir un solo delegado que representa la ligazón entre un nivel inferior y un nivel superior de los consejos, es evidente que dos de los dogmas del liberalismo formal: el escrutinio de lista y la representación proporcional, desaparecen al mismo tiempo. Ya que cada nivel de los consejos debe constituir organismos no sólo consultativos sino también administrativos que estàn estrechamente ligados a la administración central, es natural que, a medida que se sube hacia representaciones màs restringidas, se deban tener no ya las asambleas parlamentarias de charlatanes que discuten interminablemente sin actuar jamàs, sino cuerpos restringidos y homogéneos aptos para dirigir la acción y la lucha política y el camino revolucionario concorde de toda la masa así encuadrada.
Tal mecanismo es completado por aquellas virtudes que no podrían nunca estar contenidas automàticamente en ningún proyecto constitucional y que derivan de la presencia de un factor de primerísimo orden, el partido político, cuyo contenido sobrepasa de lejos la pura forma organizativa, y cuya conciencia y voluntad colectivas operantes permiten implantar el trabajo según las necesidades de un largo proceso que avanza incesantemente. El partido político es el órgano que màs puede aproximarse a los caracteres de una colectividad unitaria, homogénea y solidaria en la acción. En realidad, el partido comprende sólo una minoría de la masa, pero las características que presenta, en comparación con todo otro organismo de representación basado sobre capas amplísimas, son justamente tales que demuestran que el partido representa los intereses y el movimiento colectivo mejor que todo otro órgano. En el partido político tiene lugar la participación continua e ininterrumpida de todos los miembros en la ejecución del trabajo común, y la preparación a la solución de los problemas de lucha y de reconstrucción de los cuales el grueso de la masa sólo puede tener conciencia en el momento en que se delinean. Por todas estas razones, es natural que en un sistema de representación y de delegación que no sea el de la mentira democràtica,.sino que esté basado sobre un estrato de la población propulsado en el curso de la revolución por comunes intereses fundamentales, la elección espontànea recaiga en los elementos propuestos por el partido revolucionario, que està armado para las exigencias del proceso de lucha,y que ha podido y sabido prepararse a afrontar los problemas que el mismo plantea. Màs tarde diremos algo para demostrar que ni siquiera al partido atribuimos estas facultades como simple resultado de su criterio especial de constitución: el partido puede o no ser apto para cumplir la tarea de propulsor de la obra revolucionaria de una clase. No el partido político en general, sino un partido, el comunista, puede corresponder a tal función; y el propio partido comunista no està preventivamente inmunizado contra los cien peligros de la degeneración y de la disolución. Los caracteres positivos que ponen el partido a la altura de su tarea no se hallan en su mecanismo estatutario y en las simples medidas de organización interna, sino que se afirman a través del propio proceso del desarrollo del partido y de su participación a las luchas y a la acción, como formación de una dirección común en torno de una concepción del proceso histórico, de un programa fundamental -que se precisa como una conciencia colectiva-, y, al mismo tiempo, en torno de una firme disciplina organizativa. Los desarrollos de estas ideas estàn contenidos en las tesis sobre la tàctica presentadas al Congreso del Partido Comunista de Italia, y que el lector conoce.
Retornando a la naturaleza del engranaje constitucional de la dictadura proletaria, que es, tal como ya lo hemos dicho, tanto legislativo como ejecutivo en sus niveles sucesivos, debemos añadir algo para precisar cuàles son las tareas de la vida colectiva respecto a las cuales ese engranaje tiene funciones e iniciativas ejecutivas que justifican su formación misma y las relaciones de su mecanismo elàstico en continua evolución. Nos referimos al periodo inicial del poder proletario, comparable a la situación que ha atravesado la dictadura proletaria en Rusia durante los últimos cuatro años y medio. No queremos aventurarnos en el problema del ordenamiento definitivo de las representaciones en una sociedad comunista no dividida en clases, pues no podemos prever totalmente la evolución que se abrirà paso cuando la sociedad se aproxime a ese estadio; podemos solamente entrever que irà en el sentido de una fusión de todos los diferentes organismos: políticos, administrativos, económicos, con la eliminación progresiva de todo elemento coercitivo y de la propia entidad Estado, como instrumento del poder de clase y de la lucha contra las otras clases supervivientes.
En su periodo inicial, la dictadura proletaria tiene una tarea extremadamente pesada y compleja que puede ser subdividida en tres esferas de acción: política, militar y económica. El problema militar de la defensa interna y externa contra los asaltos de la contrarrevolución, así como el de la reconstrucción de la economía sobre bases colectivas, està basado en la existencia y en la aplicación de un plan sistemàtico y racional de empleo de todos los esfuerzos, en una actividad que debe llegar a ser fuertemente unitaria a pesar de utilizar es màs, justamente para utilizarlas con el mayor rendimiento las energías de toda la masa. En consecuencia, el organismo que conduce en primer lugar la lucha contra el enemigo externo e interno, esto es, el ejército (y la policía) revolucionario, debe fundarse sobre una disciplina y una jerarquía centralizada en manos del poder proletario: aun el ejército rojo es pues una unidad organizada con una jerarquía constituida del exterior, es decir, por el gobierno político del Estado proletario, y lo mismo sucede con la policía y la magistratura revolucionarias. Aspectos màs complejos tiene el problema del aparato económico que el proletariado vencedor construye para echar las bases del nuevo sistema de producción y de distribución. Aquí sólo podemos recordar que la centralización es la característica que distingue este aparato administrativo racional del caos de la economía burguesa privada. Se trata de administrar todas las empresas en el interés del conjunto de la colectividad y en coordinación con las exigencias de todo el plan de producción y de distribución. Por otra parte, el aparato económico y la disposición de los individuos adscriptos al mismo se modifica continuamente, no sólo como resultado de su construcción gradual, sino también como consecuencia de las crisis inevitables en un periodo de tan vastas transformaciones y que va acompañado de luchas políticas y militares. De estas consideraciones se llega a la conclusión de que en el periodo inicial de la dictadura proletaria, aunque los consejos en los distintos niveles deben dar lugar simultàneamente a las designaciones de orden legislativo para las instancias superiores, y las designaciones ejecutivas para las administraciones locales, es necesario dejar al centro la absoluta responsabilidad de la gestión de la defensa militar, y la respondabilidad menos rígida de la gestion de la campaña económica, mientras que los órganos locales sirven para encuadrar politicamente a las masas para su participación a la realización de esos planes, y para su consentimiento al encuadramiento militar y económico, creando así las condiciones de su màs amplia y continua actividad posibles en torno de los problemas de la vida colectiva, encauzàndola en la formación de esa organización fuertemente unitaria que es el Estado proletario.
Estas consideraciones, sobre las cuales no nos extenderemos, no tienden a probar que los organismos intermedios de la jerarquía estatal no deban téner una posibilidad de movimiento y de iniciativa, sino sirven para demostrar que no es posible teorizar el esquema de su formación como el de una adhesión precisa a las tareas efectivas, militares, o económicas, de la revolución, formando las agrupaciones de los electores proletarios según la empresa productiva o la sección del ejército. El mecanismo de tales agrupaciones no actúa gracias a aptitudes especiales inherentes a su esquema y a su estructura, y, por lo tanto, las unidades que reagrupan a los electores en la base pueden formarse según criterios empíricos, es màs, se formaràn de por si según criterios empíricos, entre los cuales pueden estar la confluencia en los lugares de trabajo como en los de habitación, o en la guarnición, o en el frente, o en otros sitios de la existencia cotidiana, sin que se pueda excluir ninguno a priori o erigirlo en modelo. Pero, de todos modos, el fundamento de la representación estatal de la revolución proletaria es una subdivisión territorial de circunscripciones, en cuyo seno tienen lugar las elecciones. Todas estas consideraciones no tienen nada de absoluto, y esto nos lleva a nuestra tesis que afirma que ningún esquema institucional tiene valor de principio, y que la democracia mayoritaria, entendida en el sentido formal y aritmético, no es màs que un método posible para coordinar las relaciones existentes en el seno de los organismos colectivos, y al cual es imposible atribuir desde cualquier punto de vista la presunción intrínseca de necesidad y de justicia, ya que estas expresiones no tienen para nosotros, los marxistas, ningún sentido, y que, por otra parte, no es nuestro propósito el de substituir el aparato democràtico criticado por nosotros por otro proyecto mecànico de aparato estatal exento de por si de defectos y de errores.
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Nos parece haber dicho bastante acerca del principio de la democracia cuando està aplicado al Estado burgués, con la pretensión de abrazar todas la clases, y aun cuando està aplicado exclusivamente a la clase proletaria como fundamento de un Estado después de la victoria revolucionaria. Nos falta agregar algo sobre la aplicación del mecanismo democràtico dentro de las relaciones estructurales de las organizaciones que existen antes (y aun después) de la conquista del poder: sindicatos económicos y partido político.
Habiendo establecido que una verdadera unidad organizativa es sólo posible sobre la base de una homogeneidad de intereses entre los miembros de la propria organización, es indiscutible que, puesto que se adhiere a los sindicatos y al partido sobre la base de una decisión espontànea de participar a ciertos tipos de acción, el funcionamiento del mecanismo democràtico y mayoritario dentro de ellos puede ser examinado sin aplicarle el tipo de crítica que le niega todo valor en el caso de la artificiosa unificación constitucional de las distintas clases del Estado burgués - pero sin dejarnos confundir por el arbitrario concepto de la «santidad» de las opiniones mayoritarias.
Respecto al partido, el sindicato tiene el caràcter de una identidad màs completa de intereses materiales e inmediatos: dentro de sus respectivos límites de categoría, el sindicato alcanza una gran homogeneidad en su composición, y,de organización de adhesión voluntaria, puede tender a devenir una organización a la que adhieran obligatoriamente por definición todos los trabajadores de una categoría o industria dada, lo que sucederà en una cierta fase de desarrollo del Estado proletario. Es indudable que en ese àmbito,el número sigue siendo el coeficiente decisivo, y la consulta mayoritaria tiene un gran valor; pero,a su consideración esquemàtica,se debe agregar la de los otros factores que intervienen en el seno de la organización sindical: una jerarquía burocratizada de funcionarios que la inmovilizan en el marco de su dominación, y los grupos de vanguardia que el partido político revolucionario constituye allí para conducirlo al terreno de la acción revolucionaria. En esta lucha, los comunistas demuestran a menudo que los funcionarios de la democracia sindical violan el concepto democràtico y que no les importa un bledo la voluntad de la mayoría. Es justo hacer ésto para demostrar que sus actos estàn en contradicción con la mentalidad democràtica que ostentan, tal como se hace con los burgueses liberales cada vez que defraudan y coartan la consulta popular, a pesar de no hacernos ilusiones de que ésta, aun si fuese efectuada libremente, resolvería los problemas que pesan sobre el proletariado. Es justo y oportuno hacerlo, porque en los momentos en los cuales las grandes masas se ponen en movimiento bajo la presión de las situaciones económicas, es posible cercenar la influencia de los funcionarios (que es una influencia extraproletaria proveniente, si bien no oficialmente, de clases y de poderes ajenos a la organización sindical), y acrecentar la influencia de los grupos revolucionarios. En todo esto no hay prejuicios «constitucionales», y con tal de ser comprendidos por la masa y poder demostrarle que actúan en el sentido de sus intereses bien interpretados, los comunistas pueden y deben comportarse en forma elàstica frente a los cànones de la democracia sindical interna; por ejemplo, no hay ninguna contradicción entre estas dos actitudes tàcticas: asumir la representación minoritaria en los organismos directivos del sindicato hasta tanto los estatutos lo permitan, y sostener que esta representación debe ser suprimida a fin de volver màs àgiles los órganos ejecutivos, apenas los hayamos conquistado. Lo que nos debe guiar en esta cuestión es el anàlisis atento del proceso de desarrollo de los sindicatos en la fase actual: se trata de acelerar su transformación, de órganos de las influencias contrarrevolucionarias sobre el proletariado, en órganos de la lucha revolucionaria; los criterios de organización interna no tienen un valor en sí mismos, sino en la medida en que se coordinan con estos objetivos.
Queda finalmente por examinar la organización del partido, cuyos caracteres han sido ya abordados a propósito del mecanismo del Estado proletario. El partido no parte de una identidad de intereses económicos tan completa como el sindicato pero, en compensación, constituye la unidad de su organización no ya sobre la estrecha base de categoría, como este último, sino sobre la base màs amplia de la clase. El partido no sólo se extiende en el espacio sobre la base del conjunto de la clase proletaria, hasta volverse internacional, sino también en el tiempo: es decir, el partido es el órgano específico cuya conciencia y cuya acción reflejan las exigencias de la victoria a lo largo de todo el camino de la emancipación revolucionaria del proletariado. Cuando estudiamos los problemas de la estructura y de la organización interna del partido, estas notorias consideraciones nos obligan a tener en cuenta todo el proceso de su formación y de su vida en relación con las complejas tareas a las que responde. Al final de este ya largo trabajo, no podemos entrar en los detalles del mecanismo que debería regir en el partido las consultas de la masa de sus adherentes, el reclutamiento, el nombramiento de los responsables en toda la jerarquía. Es indudable que, hasta ahora, lo mejor es atenerse, por lo general, al principio mayoritario. Pero, tal como lo hemos subrayado con insistencia, no hay ninguna razón para hacer un principio de este empleo del mecanismo democràtico. Junto a una tarea de consulta, anàloga a la legislativa de los aparatos de Estado, el partido tiene una tarea ejecutiva, que en los momentos supremos de la lucha corresponde lisa y llanamente a la de un ejército, y que exigiría el màximo de disciplina jeràrquica. De hecho, en el complejo proceso que nos ha llevado a la constitución de partidos comunistas, la formación de la jerarquía de los mismos es un hecho real y dialéctico que tiene lejanos origenes, y que corresponde a todo el pasado de experiencia y de ejercitación del mecanismo del partido. No podemos admitir que una designación de la mayoría del partido sea a priori tan feliz en sus decisiones como la de ese juez sobrenatural e infalible que, según la creencia de aquellos para quienes la participación del Espíritu Santo en los cónclaves es un hecho cierto, designa a los jefes de las colectividades humanas. Hasta en una organización en la cual, como en el partido, la composición de la masa es el resultado de una selección, a través de la espontànea adhesión voluntaria, y de un control del reclutamiento, la decisión de la mayoría no es de por si la mejor; si puede contribuir a un mejor rendimiento de la jerarquía operante, ejecutiva, del partido, es sólo como resultado de la convergencia en el trabajo concorde y bien encaminado. Aquí no proponemos aún reemplazarlo por otro mecanismo, ni estudiamos en detalle por cuàl podría serlo. Pero es seguro que es admisible una organización que se libere cada vez màs de los convencionalismos del principio de la democracia, y no debe ser rechazada con fobias injustificadas, cuando se pudiese demostrar que otros elementos de decisión, de elección, de resolución de los problemas, se presentan màs conformes a las exigencias reales del desarrollo del partido y de su actividad, en el marco del acaecer histórico.
A nuestros ojos, el criterio democràtico es hasta el presente un accidente material para la construcción de nuestra organización interna y para la formulación de los estatutos del partido: no es La plataforma indispensable. He aquí porqué nosotros no erigiremos en principio la conocida fórmula del «centralismo democràtico». La democracia no puede ser para nosotros un principio, mientras que, indudablemente, el centralismo lo es, porque las características esenciales de la organización del partido deben ser la unidad de estructura y de movimiento. El término centralismo basta para expresar la continuidad de la estructura del partido en el espacio; y para introducir el concepto esencial de la continuidad en el tiempo, es decir, en el objetivo al cual se tiende y en la dirección en la cual se avanza hacia los sucesivos obstàculos que deben ser superados, es màs, ligando estos dos conceptos esenciales de unidad, nosotros propondríamos decir que el partido comunista funda su organización sobre el «centralismo orgànico». Así, a la vez que se guarda del accidental mecanismo democràtico ese tanto que podrà servirnos, eliminaremos el uso del término «democracia», caro a los peores demagogos e impregnado de ironía para todos los explotados, los oprimidos, y los engañados, regalàndolo, como es aconsejable, para su uso exclusivo, a los burgueses y a los campeones del liberalismo, incluso cuando éste lleva el disfraz de cualquiera de sus poses extremistas.