Texto tomado de: Tesis suplementarias sobre la tarea histórica, la acción y
la estructura del partido comunista mundial
(«Il Programma Comunista», n° 7 de abril-mayo de
1966)
5. - Una característica fundamental del fenómeno que Lenin con un término recibido de Marx y Engels llamó, tratándolo a hierro ardiente, oportunismo, es la de preferir una vía más breve, más cómoda y menos ardua frente a aquella más larga, más incómoda y llena de asperezas, única sobre la cual se puede realizar el pleno encuentro entre la afirmación de nuestros principios y programas, o sea de nuestros máximos objetivos y el desarrollo de la acción práctica inmediata y dirigida en la situación real del momento. Lenin tenía razón cuando decía que la propuesta táctica de renunciar desde aquel momento (finales de la primera guerra) a la acción electoral y parlamentaria, no debía ser mantenido con el argumento de que la acción comunista y revolucionaria en el parlamento fuese tremendamente difícil, porque eran ciertamente más difíciles todavía la insurrección armada y el sucesivo largo control de la compleja transformación económica del mundo social arrancado con la violencia al capitalismo. Nuestra posición fue que era demasiado evidente que las preferencias por el empleo del método democrático derivaban de la tendencia a elegir los cómodos ritos de la acción legalitaria a la trágica dureza de la acción ilegal, y que tal praxis no habría dejado de volver a conducir a todo el movimiento sobre el fatal error socialdemócrata del que con heroicos esfuerzos se había salido. Sabíamos como Lenin que el oportunismo no es una condena de naturaleza moral o ética, sino que consiste en el prevalecimiento en las filas obreras (Marx y Engels para la Inglaterra de finales del 1800) de posiciones propias de estratos intermedios, pequeños burgueses e inspirados más o menos conscientemente en la idea-madre, o sea en los intereses sociales de la clase dominante. La potente y generosa posición de Lenin sobre la acción en el parlamento para colaborar en la destrucción violenta del sistema burgués y del mismo andamiaje democrático, sustituyéndola por la dictadura de clase, debía dar lugar bajo nuestros ojos a la sujeción de los diputados proletarios a las peores sugestiones de las debilidades pequeño burguesas, que desembocan en la abjuración del comunismo y en la traición también banal al servicio del enemigo.
Esta verificación obtenida en el arco de una inmensa escala histórica (incluso si la generalización tan amplia puede parecer no estar precisamente contenida en la enseñanza de Lenin, alumno como nosotros de la historia) nos conduce a la admonición de que el partido evite toda decisión o elección que pueda ser dictada por el deseo de obtener buenos resultados con menor trabajo o sacrificio. Un impulso similar puede parecer inocente, pero traduce el ánimo perezoso de los pequeño burgueses y obedece a la sugestión de la norma basilar capitalista de obtener el máximo beneficio con mínimos costes.
6. - Otro aspecto regular y constante del fenómeno oportunista como se generó en la II. Internacional y como hoy triunfa después de la ruina aún peor que la III, es el de unir la peor degeneración de los principios del partido a una ostentada admiración por los textos clásicos por el dictado y la obra de grandes dirigentes. Constante característica de la hipocresía del pequeño burgués es el aplauso de servir a la potencia del caudillo victorioso, a la grandeza de los textos de ilustres autores, a la elocuencia del orador fecundo después de que en la aplicación se desciende a las más despreciables y a las más contradictorias degeneraciones. Por esto para nada vale un cuerpo de tesis si los que las acogen con entusiasmo de tipo literario no consiguen después en la acción práctica entender el espíritu y respetarlo, y quieren enmascarar la transgresión con una más acentuada, pero platónica, adhesión a textos teóricos.
7. - Otra lección que surge de episodios de la vida de la III. Internacional (en nuestra documentación repetidamente recordada a través de las insistentes denuncias de la Izquierda) es la de la vanidad del «terror ideológico», método desgraciado con el cual se quiere sustituir el proceso natural de la difusión de nuestra doctrina a través del encuentro con la realidad hirviente en el ambiente social, con una catequización forzada de elementos recalcitrantes y acobardados, por razones más fuertes que los hombres y que el partido o inherentes a una imperfecta evolución del partido mismo, humillándoles y mortificándoles en reuniones públicas incluso al enemigo, sI acaso hubiesen sido exponentes y dirigentes de nuestra acción en episodios de alcance político histórico. Se hizo costumbre obligar a tales elementos (dándoles a elegir a menudo para recobrar posiciones importantes en el engranaje de la organización) a una confesión pública de los errores propios, imitando así el método fideista y pietista de la penitencia y del mea culpa. Por tal vía verdaderamente filistea y digna de la moral burguesa, jamás ningún miembro del partido llegó a ser mejor ni el partido puso remedio a la amenaza de su decadencia. En el partido revolucionario, en pleno desarrollo hacia la victoria, las obediencias son espontáneas y totales pero no ciegas y forzadas, y la disciplina central, como está ilustrado en las tesis y en la documentación que las apoya, equivale a una armonía perfecta de las funciones y de la acción de la base y del centro, no puede ser sustituida por ejercicios burocráticos de un voluntarismo antimarxista.
La importancia de este punto en la justa comprensión del centralismo orgánico se manifiesta en el recuerdo tremendo de las confesiones con las que fueron reducidos grandes dirigentes revolucionarios, después asesinados en las purgas de Stalin, y de las inútiles autocríticas con que fueron doblegados bajo el chantaje de ser expulsados del partido y difamados como vendidos a sus enemigos; infamias y absurdos jamás sanados por el método no menos santurrón y burgués de las «rehabilitaciones». El abuso progresivo de tales métodos no hace más que señalar la desgraciada vía del triunfo de la última oleada del oportunismo.
8. - Por la necesidad misma de su acción orgánica, y para conseguir tener una función colectiva que supere y olvide todo personalismo y todo individualismo, el partido debe distribuir a sus miembros entre las distintas funciones y actividades que forman su vid a. La preparación de los compañeros en tales misiones es un hecho natural que no puede ser guiado con reglas análogas a las de las carreras de la burocracia burguesa. En el partido no hay concursos en los cuales se lucha para alcanzar posiciones más o menos brillantes o visibles, sino que se debe tender a alcanzar orgánicamente aquello que no es una imitación de la división burguesa del trabajo, sino que es un adecuamiento natural del complejo y articulado órgano-partido a su función.
Bien sabemos que la dialéctica histórica conduce a todo organismo de lucha a perfeccionar sus medios ofensivos empleando las técnicas en poder del enemigo. De esto se deduce que en la fase del combate armado los comunistas tendrán un encuadramiento militar con precisos esquemas de jerarquías con fines unitarios que aseguren el mejor resultado de la acción común. Esta verdad no debe ser una imitación inútil en toda actividad aún no combatiente del partido. Las vías de transmisión de las operaciones deben ser unívocas, pero esta lección de la burocracia burguesa no nos debe hacer olvidar por qué vías se corrompe y degenera, incluso cuando es adoptada en las filas de asociaciones obreras. La organicidad del partido no exige de hecho que todo compañero vea la personificación de la forma partido en otro compañero específicamente designado para transmitir disposiciones que vienen de arriba. Esta transmisión entre las moléculas que componen el órgano partido tiene siempre contemporáneamente la doble dirección; y la dinámica de toda unidad se íntegra en la dinámica histórica del conjunto. Abusar de los formalismos de organización sin una razón vital ha sido y será siempre un defecto y un peligro sospechoso y estúpido.
9. - La histórica forma de producción que es el capitalismo, con su mito de la propiedad privada como derecho de los hombres, que mistifica y enmascara el monopolio de una clase minoritaria, ha tenido necesidad de señalar los nudos de sus estructuras y las etapas de su evolución con grandes nombres de progresiva notoriedad. En el largo arco burgués, cuya siniestra historia pesa como un yugo sobre nuestras espaldas de rebeldes, en principio el hombre más valiente y fuerte alcanzaba la notoriedad máxima y tendía a los máximos poderes; hoy en este filisteismo dominante pequeño-burgués, quizás el más vil y el más débil adquieren importancia en función del puerco método publicitario.
El esfuerzo actual de nuestro partido en sudifícil tarea es el de liberarse para siempre del empuje traidor que parecía emanar de hombres ilustres, y de la función despreciable de fabricar, para alcanzar sus objetivos y sus victorias, una estúpida notoriedad y publicidad para otros nombres personales. Al partido no le deben faltar en ninguno de sus meandros la decisión y el coraje de combatir por un resultado similar, verdadera anticipación de la historia y de la sociedad de mañana.
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