De religión de los oprimidos a Iglesia Estatal y mistificación de la sumisión de clase
Publicado en la revista "La izquierda comunista" en dos partes, nº 3 de noviembre de 1995 y nº 4 de mayo de 1996, organo de difusión del Partido Comunista Internacional.
Publicado en la revista "La izquierda comunista" en dos partes, nº 3 de noviembre de 1995 y nº 4 de mayo de 1996, organo de difusión del Partido Comunista Internacional.
Iª parte
En el transcurso de este siglo, pero sobre todo en las últimas décadas, una nueva y original interpretación (los modernos inquisidores eluden el uso del término herejía, demasiado hiriente, que no encaja bien en esta era en la que los nuevos valores eternos de la democracia son ensalzados también por ellos como lex populorum suprema) del evangelio está originando una especial perturbación dentro del mundo católico.
La nueva interpretación posee dos elementos que la diferencian de cuantas la han precedido. En primer lugar, y éste es el origen de la discrepancia con Roma, pretende adaptar aquellas "partes más accesibles" del marxismo con la finalidad de hacerlas compatibles con la doctrina de la Iglesia. Y en segundo lugar no se manifiesta bajo la forma de un ataque frontal y abierto hacia los dogmas y la jerarquía de la Iglesia. Es el primer aspecto el que nos interesa a nosotros, en cuanto que afecta directamente a los pilares de nuestra doctrina.
Actualmente, los exponentes del Mysterium Liberationis, la enésima herejía, en su intento por conjugar el marxismo y el mensaje, han encontrado la firme oposición de Roma (y la nuestra, y esta coincidencia no hace sino remarcar con nitidez aún mayor el profundo e insalvable foso existente entre las dos escuelas adversarias): para Roma (y para nosotros) marxismo y cristianismo son IRRECONCILIABLES.
En el transcurso de este siglo, pero sobre todo en las últimas décadas, una nueva y original interpretación (los modernos inquisidores eluden el uso del término herejía, demasiado hiriente, que no encaja bien en esta era en la que los nuevos valores eternos de la democracia son ensalzados también por ellos como lex populorum suprema) del evangelio está originando una especial perturbación dentro del mundo católico.
La nueva interpretación posee dos elementos que la diferencian de cuantas la han precedido. En primer lugar, y éste es el origen de la discrepancia con Roma, pretende adaptar aquellas "partes más accesibles" del marxismo con la finalidad de hacerlas compatibles con la doctrina de la Iglesia. Y en segundo lugar no se manifiesta bajo la forma de un ataque frontal y abierto hacia los dogmas y la jerarquía de la Iglesia. Es el primer aspecto el que nos interesa a nosotros, en cuanto que afecta directamente a los pilares de nuestra doctrina.
Actualmente, los exponentes del Mysterium Liberationis, la enésima herejía, en su intento por conjugar el marxismo y el mensaje, han encontrado la firme oposición de Roma (y la nuestra, y esta coincidencia no hace sino remarcar con nitidez aún mayor el profundo e insalvable foso existente entre las dos escuelas adversarias): para Roma (y para nosotros) marxismo y cristianismo son IRRECONCILIABLES.
El curso pasado - De la subversión social a la religión estatal
La crítica vulgar de la religión (utilizamos aquí el término religión en un sentido genérico) se caracteriza por su intento de explicar este fenómeno social como la obra de impostores que, con sus absurdidades se han aprovechado de la ingenuidad de sus semejantes, con el objetivo de vivir a su costa sin trabajar. Esto, como mucho, no deja de ser en último término más que una constatación, una mera presentación de los efectos del fenómeno, que pasa por alto la necesaria búsqueda y el necesario análisis de las causas. Solo el materialismo histórico puede realizar tal tarea, y así lo ha hecho, presentando las causas, que por muy distorsionadas que aparezcan, siempre hunden sus raíces en las condiciones económicas y sociales del periodo en estudio. Tal metodología liquida y hace desaparecer para siempre, dentro del campo de la polémica científica e histórica, el banal recurso a la intrínseca maldad del ser humano, simpleza que si todavía hoy domina poderosamente la mentalidad de las grandes masas, lo hace atizada con intereses de conservación social por la clase capitalista dominante.
Una religión de la importancia y trascendencia histórica del cristianismo solo se liquida científicamente con la aplicación del método marxista. Solo «cuando se sabe explicar su origen y su desarrollo en las condiciones históricas de las cuales ha surgido y que llega a dominar. Esto es válido de modo especial para el cristianismo» (Engels, Bruno Bauer y el cristianismo primitivo, Sozialdemokrat. Nº19-20, 4-11 de mayo de 1882).
* * *
En el momento de la aparición del cristianismo grandes virajes históricos se estaban gestando dentro de la sociedad imperial romana. La, en otros tiempos, vigorosa república campesina, que había extendido sus dominios por todo el Mediterráneo tras larga y feroz disputa con su gran rival Cartago, se hallaba en el siglo I en plena crisis social.
Varios siglos de incesantes guerras de conquista trajeron consigo la ruina del campesino libre romano y la acumulación de vastas propiedades agrarias en manos de unas cuantas familias patricias. Roma no solo adoptó de Cartago, entre otras cosas, su arte de la construcción naval sino también los métodos de la agricultura extensiva, aplicables solo con el empleo de grandes masas de trabajadores esclavos. Esta forma de agricultura trajo consigo el desarrollo de las técnicas agrarias (1). Pero como contrapartida, en un cierto grado de su desarrollo, el rendimiento económico dejó de estar en consonancia con los adelantos técnicos. La causa de este fenómeno se halla en el odio del esclavo, atormentado por el trabajo, la fatiga y los malos tratos (esto último sobre todo mientras fue una mercancía barata), hacia su explotador. Este odio se materializaba en un trato descuidado del ganado, aperos e instalaciones. La consecuencia directa de esto era que los propietarios, pese a la brutalidad de sus castigos, al no poder desterrar tales prácticas de autodefensa por parte de los esclavos, se veían obligados más tarde o más temprano a emplear medios rudimentarios de producción.
Mientras que estos campesinos libres romanos abundaron, constituyeron la base de reclutamiento del ejército. Pero a medida que las guerras, la gran propiedad y los usureros los hacían desaparecer se hizo necesaria la incorporación de elementos extranjeros mercenarios. Cuando esto se generalizó las conquistas romanas se detuvieron pues mantener un ejército de estas características resultaba demasiado caro. El siguiente elemento de esta cadena de causas-efectos fue la escasez de esclavos y su encarecimiento debido a que las guerras y sus rapiñas ya no los suministraban en el número adecuado. Todo esto repercutió directamente en la gran producción agraria y en la extracción de mineral. Se estaban sentando por consiguiente las sólidas bases que llevarían al Imperio de la decadencia a la destrucción.
Cuando una forma social entra en su fase agónica, que puede incluso prolongarse durante un periodo más o menos largo, debe exteriorizar los síntomas de esa agonía abarcando todos los aspectos de la vida cotidiana. Esto se manifiesta de manera particularmente evidente en las sociedades divididas en clases sociales con intereses antagónicos, y la romana del siglo I y posteriores es un claro ejemplo de ello.
Kautsky, en su libro Orígenes y fundamentos del cristianismo (escrito en 1908, cuando aún era marxista, parafraseando a Lenin) hace una completa descripción del ambiente social que reinaba en el Imperio en el periodo de la aparición del cristianismo. Lo resumiremos con una cita breve pero sustanciosa: «En la Era Imperial todas las organizaciones sociales antiguas están desintegrándose; no solamente los clanes, sino también las casas de las grandes familias. Cada hombre piensa solamente en sí mismo, los lazos familiares se disuelven, lo mismo que los políticos». Es esta la época de la gran difusión del estoicismo como conjunto de normas éticas y morales, de la credulidad y la milagrería, de la prédica regeneracionista y de la búsqueda de un redentor capaz de poner las cosas en su sitio, restableciendo las antiguas costumbres tan añoradas (en una cierta medida el cesarismo expresaba perfectamente este anhelo de la sociedad).
Todas estas corrientes de pensamiento y de opinión encontrarán un formidable medio de difusión en la red viaria romana, que abarcaba todo el imperio. No solo viajarán por ella los esclavos que en las terribles condiciones descritas por Plinio trabajarán y morirán en las minas astures, o las sedas y perfumes orientales que adornarán la licenciosa vida de los patricios romanos, sino también una peligrosa doctrina subversiva fruto de este flujo recíproco entre occidente y oriente. De cómo se originó esta doctrina hablaremos a continuación.
* * *
La Palestina romana del siglo I no se substrae en absoluto al ambiente de plena descomposición social reinante en la mayoría del Imperio. Kautsky, en su obra antes citada, se sirve del historiador Flavio Josefo (La guerra de los judíos) como fuente de primer orden al vivir directamente los acontecimientos que se dieron en Palestina en aquellos años turbulentos (2).
Josefo nos ofrece una visión más o menos pormenorizada del ambiente de confusión y efervescencia social reinante en Judea por aquel entonces. Las agitaciones y los tumultos callejeros estaban a la orden del día, y evidentemente no son más que el reflejo de los conflictos de clase existentes entre los judíos, agudizados por la opresión romana.
La sociedad judía de la época ofrece un panorama social y político bastante bien definido. Por un lado el alto clero y los ricos estaban representados por el partido de los saduceos; el clero medio y los intelectuales por los fariseos y los elementos proletarios más combativos por los celotes, que daban a sus acciones conspirativas un marcado carácter antirromano.
Aparte de una infinidad de campesinos y pescadores pobres, en el medio rural encontramos a la secta de los esenios, practicantes de un comunismo de consumo en sus colonias agro-pecuarias, que en cierta forma serán los precursores de las comunidades monásticas que surgirán siglos más tarde. Las relaciones políticas entre el campo y la ciudad debieron ser frecuentes, y en ocasiones bastante estrechas, pues no es raro encontrar a numerosos esenios participando en los tumultos de Jerusalén, de tal forma que muchos de ellos sellarían su suerte con la del resto de los judíos tras la destrucción de Jerusalén en el año 70 dC.
En el periodo que nos ocupa asistimos a una doble opresión de las masas pobres judías, por un lado la del clero (3) y los saduceos, y por otra la del invasor romano con sus rapiñas. Será la agudización de esta doble opresión lo que determine una progresiva influencia de los celotes sobre las masas del pueblo y su alejamiento de los fariseos, más proclives al compromiso que a la lucha.
Así, tras numerosos intentos insurreccionales conducidos por mesías y visionarios de todo tipo, llegamos a la gran insurrección del año 66 dC. Las masas pobres de Jerusalén se sublevarán contra el gobernador romano Floro, extendiéndose la insurrección por toda Judea. La oposición de los saduceos y de gran parte de los fariseos a secundarla generó una guerra civil abierta entre los judíos.
En esta atmósfera tan cargada de espiritualidad es donde surgió la primitiva congregación cristiana. En un principio la nueva secta representó la fusión en Jerusalén de los elementos revolucionarios del judaísmo (celotes y esenios) con un específico carácter proletario. Sumemos a esto los elementos suministrados por las corrientes ideológicas predominantes en la época: el estoicismo de Filón de Alejandría y Séneca, tal y como puso de manifiesto la crítica científica alemana de la Biblia, con Bruno Bauer al frente.
La unidad estatal romana, con sus vías de comunicación tanto terrestres como marítimas, imprimió a todos los grandes acontecimientos de la época, ya fuesen políticos, religiosos, culturales o puramente técnicos, un sello internacional. El mismo que distinguió a un sector de la primitiva congregación cristiana que, a diferencia del sector judaizante, se mostraba más abierto hacia los paganos, negando la necesidad de profesar la fe judía para ingresar en la congregación. La destrucción de Jerusalén, principal baluarte del judaísmo, por las tropas de Tito marcó el inicio del predominio de los cristianos paganos sobre los cristianos judíos, contribuyendo a una difusión aún mayor del cristianismo por todo el mundo romano (4), aunque ya fuera de su marco natural de nacimiento perdería una parte de su contenido original (5).
Pero de lo que no cabe ninguna duda es de que la primitiva congregación cristiana profesaba un verdadero odio de clase. Y esto es algo que ni siquiera las posteriores falsificaciones, efectuadas para suavizarlo en los textos evangélicos y en los epistolarios han podido borrar totalmente. El desprecio hacia las riquezas y hacia quienes las detentaban; el comunismo como división de bienes; el rechazo de la esclavitud; considerar a la familia tradicional como un elemento perturbador; la negación de toda autoridad terrenal; y presumiblemente el uso de la violencia, eran elementos suficientes como para declarar al cristianismo "superstición nueva y dañina" (Suetonio), y a sus seguidores exponentes del "odium generis humanis" (Tácito, Plinio, Celso).
¿No hay en todo esto algo que nos recuerde en cierta medida, las objeciones de la burguesía hacia el comunismo, tal y como aparecen reflejadas en el Manifiesto Comunista?
No pasaremos por alto otro de los aspectos que llamaría poderosamente la atención de los decadentes romanos paganos, y éste era el particular culto de los cristianos, que prescindía por completo de templos, altares, imágenes y sacrificios (6). Precisamente los elementos que progresivamente, adoptará la Iglesia del paganismo en su curso degenerativo hasta llegar a la actual cota de sobresaturación.
Pero si queremos hacernos una idea más o menos fidedigna de lo que tuvo que ser el cristianismo en sus primerísimos años no hay más que leer el llamado Apocalipsis de Juan. Este texto, que dadas las condiciones de persecución de la época debía adoptar necesariamente este carácter de texto cifrado, pertenece a los primeros años del cristianismo. Gracias a la crítica alemana, sobre todo con Ewald Lücke y Ferdinand Benary, se pudo interpretar científicamente en el siglo pasado esta profecía, situando con exactitud la fecha en que fue escrita (7).
La nueva doctrina sacudió fuertemente los cada vez más débiles cimientos de la decadente sociedad imperial romana, y las sangrientas persecuciones decretadas contra ella y sus adeptos corroboran el contenido subversivo que la acompañó, al menos en una primera fase. Este mensaje revolucionario y desestabilizador del cristianismo se irá debilitando hasta desaparecer por completo, circunstancia que le abrirá las puertas del reconocimiento legal primero y del palacio imperial como religión estatal después.
El desarrollo de las comunidades cristianas en un medio esencialmente urbano, y su carácter clandestino llevaron necesariamente a un alejamiento progresivo del comunismo originario. Éste se limitó finalmente a la comida en común y a la ayuda mutua entre los miembros de la congregación, que poco a poco iría creciendo en número. Este crecimiento llevaría también el germen de la disgregación, pues a medida que las funciones de administración se hacían más complicadas, se hizo necesario instaurar un cargo administrativo retribuido por los adeptos, el obispo. A él se sumaron otra serie de cargos para atender las distintas necesidades. Cómo este clero llega a dominar a la congregación se explica por razones históricas materiales, y no recurriendo a la corruptibilidad intrínseca del hombre (concepto muy en boga por todas partes actualmente).
El mismo concepto de la ayuda mutua, en una organización de pobres y desposeídos, llevaría necesariamente a buscar la manera de poder satisfacer esa necesidad. De ahí que la congregación comenzase a poseer propiedades y bienes, abriéndose un proceso de aproximación hacia los ricos, que poco a poco verían con buenos ojos la nueva doctrina a medida que perdía su contenido clasista original. Hasta que finalmente la ideología sucumbió ante las condiciones económicas que la llevarían a convertirse en religión oficial del imperio. Por lo tanto, y para decirlo de una manera un tanto formularia, la declaración del cristianismo como religión oficial del estado romano equivale a su muerte escriturada y definitiva como doctrina de los pobres y oprimidos. La imposibilidad de retornar a ese comunismo, y a esa fraternidad originales acompañará a todos los intentos que instintivamente se lo propusieron. Ese comunismo y esa fraternidad, como producto que fueron de las condiciones históricas de su época, desaparecieron inevitablemente con ellas, y sin posibilidad de retorno bajo las formas con las que se revistieron.
Reseña de las primeras escisiones
El carácter proletario de los primitivos cristianos ayuda a comprender también la facilidad con la que se iría tergiversando el contenido original de la nueva doctrina.
En aquella época, la existencia de una inmensa mayoría de la población forzosamente analfabeta e inculta, hizo que la transmisión oral fuera el medio más utilizado para conservar las enseñanzas del Maestro (8). Esto facilitaría enormemente el posterior trabajo de falsificación, añadidos y rectificaciones, muchas veces burdamente contradictorias, que aparecen en el Nuevo Testamento. De ahí que nos hayan llegado muy pocos documentos realmente originales del cristianismo primitivo, y que el actual bloque doctrinal (agrupando a las numerosas ramas en las que se presenta hoy dividido) sea el resultado de todo un proceso histórico en el que como religión universal, surgida sobre el tejido imperial romano, y de las ideologías de los pueblos que lo componían (9), la transformación doctrinal se ha ido modificando más o menos aceleradamente con el cambio en los modos de producción.
Hasta donde nos permiten remontarnos las fuentes documentales, la primera escisión surgiría entre los adeptos paganos y los judíos, de lo que ya se ha hablado con anterioridad. Pero del carácter multiforme y variopinto de las primeras congregaciones dan fe las llamadas cartas de San Pablo contenidas en el Nuevo Testamento, así como los escritos de autores cristianos de esos primeros siglos. La lista de las corrientes heréticas de cuya existencia tenemos noticias es amplia: gnósticos, marcionistas, montanistas, etc. No obstante en casi todas ellas se deduce un elemento común: su autoproclamación como restauradores del evangelio original, por lo que queda claro que en muchos casos se trataría de movimientos de oposición al curso degenerativo de la Iglesia oficial. Acerca del contenido de las discrepancias teológicas deben adoptarse ciertas precauciones, pues las fuentes que han llegado hasta nosotros son precisamente las de los vencedores en la contienda. En cierta manera es como si se quisiese comprender el verdadero carácter de la Oposición rusa al estalinismo utilizando exclusivamente las Obras Completas de Stalin.
Kautsky (op. cit.) toca de pasada este periodo haciendo mención únicamente a la secta de los circunceliones y a los donatistas, que en el siglo IV, tras el reconocimiento de la Iglesia por Constantino, predicaban una hostilidad abierta contra los ricos y los poderosos, llegando incluso a la resistencia armada contra el clero corrompido y el Estado romano. Añadiremos a cuanto dice Kautsky sobre este particular que este movimiento tomó tal magnitud que Constantino convocó un sínodo, de obispos, en Roma en el año 313 para condenar el donatismo (10). Lo que se ha presentado como un "milagro", es decir la conversión de Constantino, tiene unas raíces tan sobrenaturales como lo es el apoyo financiero que recibió de la Iglesia en las guerras civiles que por entonces sacudían el Imperio. El año 313 en realidad, marca el comienzo de una nueva era para el cristianismo, pues el poder estatal romano toma ya partido abiertamente por la jerarquía eclesiástica, y el Edicto de Milán reconoce la libertad de culto para los católicos, dispensando al clero de la carga fiscal de los munera civilia.
Volviendo al donatismo, no deja de llamar la atención uno de los argumentos teológicos que se le atribuyen: "la validez de los sacramentos depende del estado del alma del ministro de Dios". Esto en términos más terrenales equivaldría a generalizar la duda sobre el clero, y sería el claro reflejo del grado de corrupción y degeneración alcanzado. De ahí la insistencia de los donatistas por no aceptar "pecadores" en su congregación. En este sentido cabe interpretar también la herejía del monje británico Pelagio, un verdadero asceta, que en su desconfianza más que fundada hacia la jerarquía eclesiástica llegó a afirmar que "el hombre por ser naturalmente bueno, puede salvarse por sí solo". Este precursor místico de Rousseau, recibió el anatema de la Iglesia, como sucedió con Donato, a través del célebre San Agustín (Obispo de Hipona del 396 al 430 dC).
Como se ve el proceso degenerativo del cristianismo que le llevó a convertirse en puntal del orden establecido, no fue precisamente armónico y encontraría por doquier resistencias, a veces de gran envergadura. Una de ellas sería precisamente el arrianismo, herejía que llevaría a convocar el Concilio de Nicea (11) en el año 325, primera gran reunión mundial de obispos de la Iglesia. Detrás de la condena a las teorías heréticas de Arrio y sus seguidores, se encontraba la imperiosa necesidad de fijar dogmáticamente los fundamentos de la doctrina, liquidando para ello cualquier disensión interna. De esta forma quedaba preparado el terreno para hacer que el cristianismo, o mejor dicho lo que quedaba de él, se convirtiera en religión oficial del imperio.
De la crisis arrianista conocemos la versión de los victoriosos detractores de Arrio. Éste desarrolló su actividad eclesiástica en Alejandría (Egipto), que en aquel entonces era el centro científico y cultural del Imperio Romano. Esto puede servirnos de indicio para creer que por encima de la disputa puramente teológica y doctrinal, se daba una verdadera pugna por la hegemonía entre las principales sedes episcopales. De cualquier forma, si hemos de creer a sus acusadores, parece que el arrianismo se acercaba más a la ortodoxia primitiva, tal y como se desprende del argumento empleado para condenarlo: "negar la divinidad de Jesús y la Trinidad".
Sobre la necesidad de convocar periódicamente concilios generales de obispos no encontramos ninguna mención en el Nuevo Testamento ni en la tradición cristiana primitiva. Esta necesidad seguramente, surgirá a medida que el clero se vaya separando progresivamente del resto de la congregación, dominándola. Probablemente estos concilios surgirían sobre la base de los Comitia romanos, que en la etapa final del Imperio no tenían ya nada que ver con las asambleas abiertas de los tiempos republicanos. Con la aparición de estos concilios presididos por el emperador romano ya solo quedará la proclamación formal del cristianismo como religión estatal, paso que se dará con Teodosio. Así, siguiendo las caprichosas leyes de la dialéctica histórica el comunismo cristiano se transformó en su contrario. De teoría emancipadora y liberadora se convirtió en instrumento de opresión y dominio, función que ha cumplido, impecablemente por cierto, hasta nuestros días.
Los acontecimientos acaecidos en el siglo IV marcaron de manera determinante las líneas maestras de la Iglesia en los siglos venideros. Así, tras el éxito parcial del Concilio de Nicea, se decidió convocar otro en Constantinopla en el año 381 para combatir no solo al arrianismo superviviente, sino también a otras voces disidentes. Previamente a dicho Concilio, Teodosio firmó un edicto en el cual se declaraban heréticas las doctrinas de Arrio. Pero el Concilio de Constantinopla no solo serviría para condenar nuevamente al recalcitrante arrianismo, ya que una serie variopinta de heterodoxos figuraron también como inculpados: euromianos, sobelianos, marcelianos, fotinianos, apolinaristas, prisciliaristas... Todos ellos fueron condenados sin apelación, de tal forma que un año después del Concilio se promulgaron leyes prohibiendo las reuniones de los herejes. En lo que se refiere a cuestiones de organización interna, es interesante señalar que se estableció que cada obispo "no puede intervenir fuera de su demarcación". Así se paralizaban las pretensiones hegemónicas de Alejandría, en beneficio del obispado de Constantinopla, que adquirió un gran poder. Posteriores concilios como el de Efeso12 en el año 431 o Calcedonia (13) en el 451 servirán para apagar con medidas disciplinarias la llama de la disensión, como será la norma hasta nuestros días.
El refugio monacal
El decadente espíritu del primitivo comunismo cristiano encontró una nueva base en los monasterios. Estos, al no presentarse como una oposición herética ante la jerarquía eclesiástico-estatal, pudieron desarrollarse con relativa facilidad.
El movimiento monástico nace en Egipto en el siglo IV. No es casual su aparición precisamente allí, ya que al ser Egipto uno de los graneros del Imperio y el depositario de gran parte del saber de la Antigüedad, era el lugar donde las técnicas agrícolas (base de la economía monástica) se encontrarían más desarrolladas. El establecimiento de los monasterios, tal y como demuestra su misma etimología (del griego monakhós: solitario), no planteó problemas de orden público para la Iglesia y el Estado romanos, y en cierta medida sería una válvula de escape que permitiría desviar parte de la tensión social de una manera discreta y silenciosa.
El monasterio mostraría muy pronto su relativa superioridad técnica y productiva. La razón se encuentra en que los monasterios acumularon el saber científico y técnico de la época empleando el trabajo de sus propios miembros libres, aplicándolo no exclusivamente con fines a una comunidad de consumo, sino a una comunidad de producción. Esta es una de las diferencias fundamentales con las comunidades de los esenios, de los que ya se ha hablado con anterioridad.
Pero fatalmente, a medida que el monasterio crecía económicamente, se iba desarrollando el germen de su propia disolución como organización comunista, proceso que se daría igualmente tanto en oriente como en occidente.
Si bien el fenómeno monástico ya estaba presente en Europa, será en el año 529 cuando aparezca la primera orden monástica europea de renombre, los benedictinos, fundada en Italia por Benito bajo la divisa del ora et labora, a la que seguiría la creación de la orden de Cluny en Borgoña en el año 910. En ambos casos se trata, como sucedió en oriente, de un intento de retorno al mensaje de pobreza y austeridad de la primitiva congregación cristiana.
Ni los benedictinos, ni los cluniacenses, ni ninguno de sus numerosos sucesores podrán escapar a las implacables leyes de la dialéctica histórica (14). El caso franciscano es paradigmático a este respecto.
Después de que los bernardos o cistercienses hayan cumplido su ciclo transformándose en verdaderos señores feudales, aparecerán los franciscanos, una nueva orden de frailes mendicantes, que originariamente renunciaban a todo tipo de propiedad. Su particular visión de la Ecclesiae primitivae forma fue utilizada hábilmente por la jerarquía romana. El rigorismo ascético de los franciscanos, al presentarse como un movimiento de reforma, pero no de oposición abierta a Roma, servirá como eficaz reclamo propagandístico para la corrompida jerarquía eclesiástica, contribuyendo a lavar la mala imagen que presentaba ante las masas del pueblo. Esta utilización de los dóciles y ambulantes franciscanos se hizo particularmente evidente en las pugnas entre el papado y los gibelinos (partidarios del emperador Federico II de Alemania) por el control feudal de Italia, y sobre todo para combatir a la herejía de los cátaros. No obstante el proceso degenerativo de los Menores no se produjo sin resistencias internas (15). La aparición de los fraticelli, derivación de los espirituales es en cierta medida la respuesta a esta degeneración, como lo será más tarde la creación de la orden de los capuchinos.
Con cuanto se ha dicho acerca de las órdenes religiosas no queda ni mucho menos agotada la cuestión, por lo demás demasiado amplia para ser tratada con detalle aquí, al igual que sucede con las herejías. Si nos servimos de estos ejemplos históricos es para mostrar cómo por encima de los voluntarismos más fanáticos, se hallan las infranqueables leyes del determinismo económico, que las mentes más potentes pueden a lo sumo comprender y codificar, pero nunca modificar.
Herejías abiertas en la Edad Media.
La Reforma: significado y derivaciones
Mucho antes de que la Reforma protestante burguesa de Lutero se presentara en la escena histórica, las luchas y los conflictos de clase del Medievo también se desenvolvieron bajo innumerables banderas religiosas. Engels nos explica las causas de este fenómeno: «El Medievo se desarrolló partiendo de una base primitiva. Barrió la antigua civilización, las viejas filosofía, política y jurisprudencia para comenzar todo desde el principio mismo. Lo único que tomó del viejo mundo aniquilado fue el cristianismo y varias ciudades semidestruidas que habían perdido toda su civilización. En consecuencia, como ocurre en todas las fases tempranas del desarrollo, el monopolio sobre la educación intelectual les tocó a los curas y la propia educación adoptó así un carácter preferentemente teológico. En las manos de los curas, la política y la jurisprudencia, al igual que todas las demás ciencias, no eran más que ramas de la teología y se les aplicaron los mismos principios que dominaban en ella. Los dogmas de la Iglesia pasaron a ser, a la vez axiomas políticos, y los textos de la Biblia obtuvieron en todo tribunal fuerza de ley. Incluso cuando se formó el estamento especial de los juristas, la jurisprudencia estuvo todavía mucho tiempo bajo la tutela de la teología. Y esa supremacía de la teología en todas las esferas de la actividad intelectual era, al propio tiempo, una consecuencia inevitable del lugar que ocupaba la Iglesia como síntesis y sanción más generales del régimen feudal existente». (Engels, La guerra campesina en Alemania).
Consiguientemente encontramos que según las condiciones de la época la oposición revolucionaria al feudalismo adoptará la forma de misticismo, de herejía abierta o de insurrección armada. Pero Engels señala que las herejías que tenían como base las ciudades tenían un carácter distinto de las herejías de los campesinos y plebeyos. Así, la herejía de las ciudades: «que es auténticamente la herejía oficial de la Edad Media, iba dirigida más que nada contra los curas, atacando su riqueza y su postura política» (Engels, op. cit.). Pero esta herejía no iba más allá, mostrando claramente sus limitaciones: «Reaccionaria por su forma, lo mismo que toda herejía, que ve en el sucesivo desarrollo de la Iglesia y de los dogmas nada más que una degeneración, la de los burgueses demandaba el restablecimiento de la simple constitución de la Iglesia cristiana primitiva y la supresión del estamento cerrado de los sacerdotes. Esa institución barata [algo muy importante para cualquier burgués que se precie, ndr] suprimía a los monjes, prelados y la curia romana, en una palabra, todo lo que era caro en la Iglesia» (Ibídem).
Una fuerte carga anticlerical es evidente en todas las herejías medievales, desde los patarinos a los cátaros. Engels explica también la participación de la baja nobleza en la lucha de las ciudades, indicando que esto sería un exponente de la dependencia de la primera respecto a las segundas, y de la comunidad de intereses entre ambas contra los príncipes y los prelados. Este fenómeno es constatable en el movimiento de los cátaros o albigenses (16), y posteriormente se repetirá en la gran guerra campesina alemana del siglo XVI.
Pero el carácter de las herejías con base campesina y plebeya será distinto al de las ciudades, y casi siempre irá ligada a la insurrección. Sobre este tipo de herejía indica Engels: «Aunque compartía todas las demandas de la herejía de los burgueses en lo concerniente a los curas, el papado y el restablecimiento de la organización de la Iglesia cristiana primitiva, iba incomparablemente más lejos. Exigía la restauración de la igualdad cristiana primitiva en las relaciones entre los miembros de la comunidad religiosa, como igualmente el reconocimiento de esa igualdad como norma también para las relaciones civiles» (Engels, op. cit.).
La Iglesia y las clases dominantes reaccionarán con la instauración del terror de clase a través de su específica policía política, la temible Inquisición (17), que entrará en acción de manos de la orden dominica, en primer lugar para combatir a los albigenses, ampliando su campo de acción más tarde a cualquier tipo de heterodoxia y a la llamada brujería, que en gran número de casos no era más que la pervivencia de antiguos ritos precristianos e incluso prerromanos que, lógicamente deformados, se habían conservado a pesar de la influencia del cristianismo.
Como nos ha explicado Engels, la herejía de las ciudades revistió un carácter diferente a la de los campesinos y plebeyos. En el primer tipo, junto a los albigenses, hay que englobar los intentos del inglés Wycliffe, del nacionalista antialemán bohemio Hus y los calistinos, y a Arnaldo de Brescia en Italia y Alemania. Estos movimientos contenían embrionariamente los fundamentos de lo que más tarde constituirá la reforma de Lutero. La herejía del segundo tipo, la de los campesinos y sobre todo la de los plebeyos carentes de todo tipo de propiedad debía: «poner en tela de juicio las instituciones, las ideas y las concepciones propias de todas las formas sociales asentadas en los antagonismos de clase» (Engels, op. cit.). A su vez esta herejía campesina y plebeya encuentra en Münzer (18) la primera formulación más o menos definida de sus aspiraciones comunistas, y después de Münzer: «las volvemos a encontrar en toda gran conmoción popular hasta que se funden gradualmente con el movimiento proletario moderno, tal y como en la Edad Media se funde la lucha de los campesinos libres contra la creciente dominación feudal con la lucha de los campesinos siervos y pecheros por la supresión total del yugo feudal» (Engels, op. cit.).
El triunfo de Lutero y su partido y la derrota de los revolucionarios de Münzer se explica por el apoyo que la reforma burguesa moderada luterana encontró entre los burgueses y los príncipes alemanes. En primer lugar para cerrar el paso a Münzer y a sus campesinos y plebeyos revolucionarios y a los anabaptistas que combatieron con ellos, y en segundo lugar para ver colmadas sus aspiraciones de librarse del clero para apoderarse de sus extensas posesiones y riquezas.
La Reforma produjo una conmoción total en Europa y en la Iglesia que la condenaría abiertamente en el Concilio de Trento. Siguiendo la regla acerca de las órdenes religiosas, este periodo tan agitado asistirá también al nacimiento de la orden de los jesuitas, verdadera fuerza de choque del papado contra el protestantismo y los disidentes a la Iglesia oficial. Y también siguiendo esa regla, los jesuitas, que saltarán a la palestra blandiendo como divisa los tres votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia, no tardarán mucho en abandonar los dos primeros conservando solamente el último.
Todos los intentos de la Iglesia y de los poderes temporales a ella aliados, por acabar con el protestantismo resultaron infructuosos. La vitalidad manifestada por la Reforma se correspondía plenamente con el empuje irresistible de una nueva clase social, la burguesía, en fase socialmente ascendente. No obstante esta vitalidad de la Reforma se reflejará de manera diversa y con unos específicos caracteres distintivos en las zonas donde arraigó. Todo esto en función del grado de desarrollo y madurez de las nuevas fuerzas sociales y económicas emergentes.
Así los caracteres de la Reforma emprendida por el burgués Calvino ofrecieron marcados contrastes comparados con la Reforma luterana. Como explica Engels, el calvinismo: «hizo pasar a primer plano el carácter burgués de la Reforma y republicanizó y democratizó la Iglesia» (Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana). De los límites forzosamente teológicos con que se manifestó el calvinismo podemos hacernos una idea a través de dos episodios significativos: el primero la ignominiosa muerte de Miguel Servet acusado por Calvino de hereje y librepensador (precisamente las mismas acusaciones que le obligaron a huir de la católica Inquisición española), y el segundo la apología y el elogio de la usura que realizó Calvino amparándose en los textos bíblicos (19).
El pacto de la burguesía luterana con los príncipes en Alemania provocaría en este país un acentuado estancamiento histórico. El calvinismo por el contrario sirvió como «bandera a los republicanos de Ginebra, de Holanda, de Escocia» e igualmente emancipó «a Holanda de España y del Imperio Alemán y suministraba el ropaje ideológico para el segundo acto de la revolución burguesa que se desarrolló en Inglaterra» (Engels, ibídem.).
Las persecuciones que sufrió el calvinismo en Francia propiciaron que la burguesía francesa tuviese «la posibilidad de hacer su revolución bajo formas irreligiosas y exclusivamente políticas, las únicas que cuadran a la burguesía avanzada» (Engels, ibídem.). Estas formas irreligiosas, expresión del cada vez mayor poder económico y social de la burguesía, ya empezaron a tomar riguroso cuerpo teórico a través de Pierre Bayle y Voltaire, entre otros, y culminaron en la obra de los Enciclopedistas. Quedaba así preparado el terreno para pasar del arma de la crítica a la crítica de las armas: « (...) en el siglo XVIII cuando la burguesía fue ya lo bastante fuerte para tener también una ideología propia, acomodada a su posición de clase, hizo su gran y definitiva revolución, la revolución francesa, bajo la bandera exclusiva de ideas jurídicas y políticas, sin preocuparse de la religión más que en la medida en que le estorbaba» (Engels, ibídem.).
La Iglesia católica representaba uno de los pílares fundamentales del viejo y moribundo régimen feudal y señorial. De ahí que la revolucionaria burguesía jacobina no escatimase ataques contra este poderoso y resistente pilar contrarrevolucionario. Pero el intento de sustituir las viejas creencias por el culto a las nuevas deidades burguesas (la diosa Razón o el Ser Supremo) fracasó estrepitosamente. Esto ha servido a la Iglesia como prueba testimonial de su carácter eterno y verdadero, que sobrevive a pesar de la impiedad moderna. Pero lo que este hecho prueba científicamente es que la etapa histórica del capitalismo, última fase de la división en clases de la sociedad humana, es igualmente la última fase del cristianismo a lo largo de su existencia histórica. Y de la misma forma que tras la derrota y desaparición del mensaje subversivo original de los primeros tiempos, el cristianismo se convirtió en bastión del orden establecido, tras la llegada de la burguesía al poder: «Se fue convirtiendo cada vez más en patrimonio privativo de las clases dominantes, quienes lo emplean como mero instrumento de gobierno para tener a raya a las clases inferiores» (Engels, ibídem.).
De cómo se sirve la burguesía de este instrumento gracias a la iglesia católica hablaremos en la segunda parte de este artículo.
NOTAS:
1. De esta época datan los primeros manuales que han llegado hasta nosotros y que abordan sistemáticamente las distintas técnicas agrícolas (Columela).
2. Como sucede en ocasiones con los textos antiguos, en Josefo aparecen posteriores interpolaciones de carácter falsificador. Esto es particularmente evidente en los textos clásicos que abordan directa o indirectamente la cuestión de los cristianos, y sobre todo en la Biblia.
3. Dentro de la sociedad judía el clero era el depositario de grandes riquezas. De ahí que el robo y el saqueo del templo de Jerusalén fuese uno de los objetivos prioritarios de los invasores romanos, como lo había sido de todos sus predecesores.
4. De la rapidez con que se extendió la "nueva y dañina superstición" da fe la primera persecución decretada por Nerón en el año 64 dC.
5. Como explica Engels en Sobre la historia del cristianismo primitivo-1894, uno de los conceptos revolucionarios fundamentales del cristianismo primitivo, que explicaría en cierto modo su éxito como teoría de los pobres y los oprimidos, sería el concepto de Jesús como víctima sacrificada para liberar a los creyentes de los pecados del mundo. Este era un elemento tomado prestado de la escuela filoniana, para la cual mediante un gran sacrificio personal voluntario los pecados de los creyentes quedaban perdonados. Esto explica el comentario relacionado con la siguiente nota a pie de página, aparte de las especiales circunstancias en la existencia de una organización proscrita.
6. Tal y como recogen los testimonios de autores cristianos como Minucio Félix (con su diálogo entre el cristiano Octavius y el pagano Cecilio) o Tertuliano (De spectaculis).
7. Alrededor del año 68 dC. La Bestia de la que nos habla el Apocalipsis no es otra que Nerón.
8. Acerca de la personalidad histórica de Jesús muy poco puede decirse con rigor científico. De cualquier forma éste no deja de ser un aspecto secundario en el estudio de los orígenes del cristianismo.
9. Sería prolijo enumerar todos los cultos transformados y adaptados que el cristianismo ha tomado prestados del paganismo, desde el culto a los santos, a las imágenes, reliquias y las construcciones para venerarlas, en muchas ocasiones construidas sobre antiguos centros de culto paganos.
10. Este movimiento toma su nombre de Donato, obispo en Numidia, norte de Africa. El donatismo sobrevivirá hasta la invasión musulmana.
11. El Concilio se celebró en la sala principal del palacio imperial de Nicea. A él acudió Constantino vestido de púrpura en un trono de oro. Así de una manera tan simbólica y tan cargada de trágica ironía para todos aquellos que lo habían dado todo por la nueva doctrina, se cerraba definitivamente el ciclo histórico del cristianismo como teoría de los pobres y de los oprimidos.
12. Contra los nestorianos. Toman su nombre de Nestorio, obispo de Constantinopla desde el año 427. Nestorio sostenía la dualidad de personas en Jesús, divina y humana, unidas entre si por un vínculo puramente moral.
13. Contra Dióscoro, patriarca de Alejandría. Se da la circunstancia que Dióscoro presidió el Concilio de Efeso que condenaría a Nestorio. Veinte años más tarde el mismo Dióscoro fue acusado de monofisismo, o lo que es lo mismo, de defender la naturaleza solo divina de Jesús.
14. Tras el declive de Cluny como organización restauradora de la pobreza y castidad originarias, surge con gran brío la orden del Cister, con la austeridad como divisa suprema. Su éxito y desarrollo fueron grandes: en el año 1122 contaba con 19 abadías; en 1134 con 70, en 1153 con 350 y a finales de siglo con 530. Este éxito se traduciría en una degeneración aún más rápida y profunda de sus principios fundacionales.
15. En este sentido cabe interpretar la persecución en el 1257 del monje franciscano británico Francis Bacon por su superior San Buenaventura, por dedicarse el primero a la peligrosa tarea de investigar los fenómenos naturales desde una óptica racionalista.
16. Probablemente también llamados así por tener en la ciudad provenzal de Albi uno de sus principales focos de propagación.
17. El Concilio de Toulouse (1229) creará la inquisición episcopal. Previamente existía una inquisición desde el Concilio de Verona (1184) en el que se ordenaba la denuncia de todos los herejes.
18. Representante de los campesinos y plebeyos revolucionarios en la guerra campesina de Alemania en el siglo XVI.
19. Con anterioridad, en 1515 el papa León X ya había declarado lícita la percepción de intereses por los Montes de Piedad. Un tal Nicolás Berian publicó contemporáneamente a esto una obra, De monte impietatis, en la que, como se deduce del irónico título, se criticaba la acción usuraria de los Montes de Piedad.
IIª parte
Movimiento obrero y doctrina social de la Iglesia
La aparición de los primeros movimientos obreros y consiguientemente de sus primeras asociaciones o coaliciones sindicales, demostró la falsedad de la teorías liberales y democráticas, según las cuales, los intereses de todos los ciudadanos estarían sabia y equitativamente protegidos por los poderes públicos. En esta primera fase las asociaciones obreras sufrirán por doquier una feroz y despiadada represión por parte de la burguesía, bajo la acusación de querer resucitar las viejas corporaciones gremiales del antiguo régimen feudal (ahí están la ley "Le Chapelier" en Francia en junio de 1791 y la ley del parlamento inglés de julio de 1799). Este período viene así reflejado en un texto del partido: «6 - a) A través de las sucesivas fases históricas, la actividad sindical proletaria ha determinado muy diversas políticas de los poderes burgueses. Ya que las primeras burguesías revolucionarias prohibieron cualquier asociación económica, consideradas como tentativa de reconstitución de las corporaciones antiliberales del Medievo, y dado que cualquier huelga fue reprimida violentamente, todos los primeros movimientos sindicales tomaron aspectos revolucionarios. Ya desde entonces, el Manifiesto advertía que cada movimiento económico y social conduce a un movimiento político y tiene grandísima importancia porque extiende la asociación y la coalición proletaria, mientras que sus conquistas puramente económicas son precarias y no menoscaban la explotación de clase» (Partido revolucionario y acción económica. Reunión de Roma del 1-4-1951).
No hemos encontrado documentos eclesiásticos en los que se ataque directamente a las coaliciones obreras en esta primera fase de prohibición y represión. Pero es una constante en los documentos que hemos consultado la exhortación a que los obreros acepten con resignación y sin recurrir a la violencia su miserable existencia. Dado que en una fase posterior, que coincide con la fase de tolerancia estatal de las coaliciones o sindicatos obreros, la posición de la Iglesia es la de aceptar estos organismos, si bien orientados convenientemente, no resultaría aventurado afirmar que los documentos críticos con los primeros sindicatos proletarios han sido escamoteados para ocultar la contradicción. Esto no sería más que una FALSIFICACIÓN, pero para una organización que ha basado en la falsificación su razón de ser histórica no tendría nada de extraño.
Muy cercana en el tiempo al Manifiesto Comunista, y al calor de los movimientos revolucionarios que por entonces sacudían toda Europa aparece la encíclica Nostri et nobiscum con fecha de 8 de diciembre de 1849. Aquí ya encontramos una primera manifestación de la extraordinaria sensibilidad de los padres de la Iglesia hacia los pobres, consolándoles con su mensaje ya que: «no tienen por qué sentir tristeza de su condición: a veces la pobreza ofrece un camino más fácil para conseguir la salvación, siempre, claro está, que se soporte pacientemente la indigencia y no se sea pobre solo de cuerpo sino también de espíritu». Como puede verse, es difícilmente conjugable esta prédica con el carácter necesariamente violento de los primeros movimientos sindicales. Esta misma encíclica, que refleja a la perfección el pavor que el espectro del comunismo provocaba en las clases poseedoras, advierte que: «jamás, bajo pretexto alguno de libertad o de igualdad, puede ocurrir que sea lícito invadir los bienes o los derechos ajenos o violarlos de cualquier modo». Algo que con cierta antelación ya recogía la más radical de las Constituciones, la francesa de 1793 en su Declaration des droits de l'homme et du citoyen. Estos derechos, naturales e imprescriptibles son: la igualdad, la libertad, la seguridad y la propiedad. Marx en su escrito Sobre la cuestión judía de 1843, explicará de modo insuperable lo que se escondía realmente tras estas magnetizadoras palabras: «La explicación práctica del derecho humano a la libertad es el derecho humano de la propiedad privada». Y preguntándose acerca del derecho humano a la propiedad privada añade: «El derecho humano de la propiedad privada es, por tanto, el derecho a disfrutar de su patrimonio libre y voluntariamente, sin preocuparse de los demás hombres, independientemente de la sociedad; es el derecho del interés personal. Aquello, la libertad individual, y esto, su aplicación, forman el fundamento sobre el que descansa la sociedad burguesa».
Sobre la igualdad nos dice Marx que: «no es otra cosa que la igualdad de la liberté que más arriba definíamos, a saber: el derecho de todo hombre a considerarse una mónada que no depende de nadie». Y termina con la seguridad: «La seguridad es el supremo concepto social de la sociedad burguesa, el concepto de la policía, según el cual la sociedad existe sola y únicamente para garantizar a todos y cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad».
En realidad, bajo las condenas que la Iglesia hacía al liberalismo, se evidenciaba la condena de la aparición del proletariado revolucionario y de su expresión teórica: el socialismo, que ya había sido definido en la encíclica Qui Pluribus del 9 de noviembre de 1846 como: «abominable y sobre todas antirracional doctrina que si se admite acabará por destruir desde sus cimientos los derechos, las cosas y las propiedades de todos y hasta la misma sociedad humana».
Ya hemos hablado anteriormente de la fase de prohibición de las primeras organizaciones sindicales obreras. En una fase posterior, tal y como se recoge en el texto del partido antes citado, se pasará a la tolerancia: «b) En el período sucesivo, la burguesía, comprendiendo que le era indispensable aceptar que se planteara la cuestión social, precisamente para conjurar la solución revolucionaria, toleró y legalizó los sindicatos, reconociendo su acción y sus reivindicaciones; esto tiene lugar en todo el período exento de guerras y, relativamente, de bienestar progresivo que se desarrolló hasta 1914. Durante todo este período, el trabajo en los sindicatos fue un elemento de importancia capital para la formación de los fuertes partidos socialistas obreros, y fue claro que los mismos podían determinar grandes movimientos, principalmente a través del manejo de los resortes sindicales» (Partido revolucionario y acción económica, ya citado).
Este peligro no escapará ciertamente a la atención de los curas, de tal forma que a finales de 1878 aparece la encíclica Quod Apostolici Muneris en la que se reconoce la necesidad de crear organizaciones sindicales católicas que se contrapongan a las que estén influenciadas por los socialistas: «nos parece oportuno fomentar las asociaciones de artesanos y de obreros, que colocadas bajo la tutela de la religión, acostumbren a sus miembros a contentarse con su suerte, a soportar con paciencia el trabajo y a llevar en todo momento una vida apacible y tranquila». En esta misma encíclica aparece una especie de panacea universal, capaz de resolver definitivamente y a gusto de todos la llamada "cuestión social", pues la Iglesia y su doctrina: «impone a los ricos el estricto deber de dar lo superfluo», y después de imponer esta pesadísima carga a los ricos recomiendan a los pobres: «el ejemplo de Jesucristo, quien siendo rico [ya hemos visto en qué condiciones nació el cristianismo, ndr], se hizo pobre por amor nuestro». Así, y ante el júbilo general por el hallazgo, este sería: «el medio mejor para arreglar el antiguo conflicto entre pobres y ricos». De la eficacia de este medio mejor dan fe los resultados obtenidos después de tantos siglos aplicándolo.
Los avances del movimiento obrero a finales del siglo pasado, que fueron el fruto de su organización y de su lucha intransigente, obligaron a que ciertas mejoras fuesen reconocidas oficialmente por la burguesía. De esto da fe una carta dirigida por el papa León XIII al Káiser Guillermo II. Con motivo de la Conferencia Internacional de Berlín, un foro donde la burguesía internacional diseñaba su estrategia frente al movimiento obrero y que reflejaba los nuevos aires de tolerancia, la carta habla de la necesidad de «impedir que el trabajador sea explotado como un vil instrumento» (Noi rendiamo, 14-3-1890). Tras exponer a ese paladín de la clase obrera que era Guillermo II, los importantes logros de la Conferencia, tales como la jornada de 10 horas, la limitación del trabajo femenino e infantil, descanso dominical, etc, marca la nueva orientación de la Iglesia, cuya influencia: «la hemos ejercido, y la seguiremos ejerciendo ahora especialmente en beneficio de las clases trabajadoras». Este "ahora especialmente" encontraría su aplicación práctica en la potenciación de las organizaciones sindicales católicas, de cuya necesidad ya hablaba la encíclica Quod Apostolici Muneris, pero que nunca gozaron del suficiente seguimiento obrero como para eclipsar, siquiera mínimamente, a las organizaciones de inspiración socialista o anarcosindicalista. No es difícil deducir las causas que motivaban el alejamiento de los obreros hacia estos sindicatos clericales, cuando no su animadversión y abierta hostilidad: «En el trabajo mostraos diligentes y laboriosos, dóciles y sumisos, respetuosos y obedientes, cristianos y fieles en todas las cosas» (León XIII. Grande est notre joie. Discurso del 19-9-1891). Por eso, dos años más tarde y en tono de franco reproche se deplora: «que los obreros incumplan sus deberes, que rehuyan el trabajo y que descontentos de su suerte ambicionen más exigiendo una imprudente igualdad de bienes», deplorando igualmente: «que los defraudados en sus esperanzas quebranten la paz con sediciones y revueltas, y resistan a los que tienen la misión de asegurarla», incorporando un novedoso remedio para "los males sociales": «el rosario mariano» (Laetitiae Sanctae, 8-9-1893).
Este contexto histórico mostrará la necesidad de que la Iglesia elabore un documento que sirva como síntesis de todos los elementos doctrinales en materia social, y que tenga como finalidad práctica orientar la labor de los movimientos católicos en pugna abierta con las organizaciones clasistas. La Rerum Novarum cumplirá esta misión, recogiendo en ciertos aspectos, postulados muy cercanos a las corrientes oportunistas que ya infectaban sensiblemente el movimiento obrero, haciéndose eco de las medidas reformadoras y gradualistas, pero orientándolas según su particular visión. Así, hablando del conflicto social se dice: «es la Iglesia la que saca del Evangelio las enseñanzas en virtud de las cuales se puede resolver por completo el conflicto, o limando sus asperezas, hacerlo más soportable» (Encíclica Rerum Novarum. 15-5-1891). Pero que los obreros no se hagan ilusiones: «(...) los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles de soportar y es preciso que acompañen al hombre hasta el último instante de su vida. Así, pues, sufrir y padecer es cosa humana (...)» (Ibídem).
Para poder mitigar los rigores de estos padecimientos mundanos, ¡son las cosas nuevas!, es necesaria ya la intervención directa del Estado burgués, que, y en consonancia con la visión revisionista que ya empezaba a manifestarse seriamente dentro del socialismo, se presenta en la visión de la Iglesia también como un órgano neutral dentro de la división en clases de la sociedad burguesa y que debe: «defender por igual a todas las clases sociales», con especial atención al proletariado, al cual: «las autoridades públicas deben prodigarle sus cuidados para que éste reciba algo de lo que aporta al bien común, como la casa, el vestido y el poder sobrellevar la vida con mayor facilidad» (Rerum Novarum, Ibídem).
La Rerum Novarum, propone junto a las medidas de asistencia social que debería asumir el Estado capitalista, también el fomento del ahorro y la difusión de la propiedad privada entre los proletarios. Así se conseguiría, y de hecho así sucede en realidad, obtener un efecto de sedante social, de tal forma que: «poco a poco se iría aproximando una clase a la otra al ir cegándose el abismo entre las extremadas riquezas y la extremada indigencia» (Rerum Novarum, ibídem). Pero además, con el "espíritu de ahorro de los obreros", como se añade en un documento posterior, se obtendría otra ventaja ya que: «alivia el deber de los ricos para con los pobres» (Graves de Communi. 18-1-1901). Vanas pretensiones, pues la dinámica de la sociedad capitalista con sus crisis cíclicas muestra la vacuidad de tan piadosos deseos.
En todo este tipo de documentos sociales las condenas hacia acciones violentas por parte de los obreros en huelga son numerosas. Pero quizás sea en una carta dirigida al clero norteamericano, donde mejor se refleje la enorme preocupación de la burguesía y sus curas a este respecto, estableciendo entre los deberes de los obreros: «no poner las manos en lo ajeno, el de dejar en libertad a cada cual para sus asuntos, el de que no se puede impedir a nadie que preste su trabajo donde quiera y cuando quiera. Los hechos de violencia y los alborotos de las turbas, de que fuisteis testigos el pasado año, son prueba más que suficiente de que la audacia y la crueldad de los enemigos públicos amenaza también los intereses americanos» (Longinqua oceani. 6-1-1895). A la vista del odio de clase que reflejan estas palabras, un lenguaje muy semejante, o incluso más beligerante, sería el vehículo que expresase este mismo odio de clase antiproletario en los primeros documentos de la Iglesia contra las coaliciones obreras, documentos que ahora habrían sido convenientemente retirados de la circulación.
Cerraremos este acercamiento a la doctrina social de la Iglesia en el período de su consolidación teórica (que señalaremos como referencia en el papado de León XIII) con una actualización de la falsificación del mensaje revolucionario original de Cristo: «Amad a vuestros patronos, amaos los unos a los otros. En las horas en que el peso de vuestros rudos trabajos gravita pesadamente sobre vuestros brazos fatigados, fortificad vuestro valor mirando hacia el cielo» (C'est pour notre coeur, 8-10-1898).
Poniendo la vista en el mundo terrenal que es el que nos interesa a nosotros y a ellos, nos referiremos ahora a la última fase, la actual, de las organizaciones sindicales: la de sometimiento, que evidentemente asume aspectos distintos en cada país, pero con un contenido común a todos: utilizar los sindicatos como instrumentos directos de la gestión de la economía capitalista, ligado a su reconocimiento jurídico e institucional. Todo esto se halla íntimamente ligado a la derrota de la revolución comunista rusa y a la degeneración de la Tercera Internacional obra del estalinismo, y que culmina cuando se empuja al proletariado a participar en la segunda guerra imperialista mundial en nombre de la defensa de la democracia.
Durante el período fascista, el movimiento sindical no es puesto fuera de la ley: «(...) en el transcurso de las complejas vicisitudes de estos totalitarismos burgueses, nunca se adoptó la abolición del movimiento sindical. Al contrario, fue propugnada y realizada la formación de una nueva red sindical plenamente controlada por el partido contrarrevolucionario y, ya sea de una manera o de otra, esta red fue impuesta como única y unitaria, y estrechamente adherida al engranaje administrativo y estatal» (Partido revolucionario y acción económica, op. cit.). Situación que no iba a modificarse después de la guerra ya que: «También allí donde, después de la segunda guerra mundial, según la formulación política corriente, el totalitarismo capitalista parece haber sido sustituido por el liberalismo democrático, la dinámica sindical continúa desarrollándose ininterrumpidamente en el pleno sentido del control estatal y de la inserción en los organismos administrativos oficiales. El fascismo, realizador dialéctico de las viejas instancias reformistas, ha llevado a cabo la del reconocimiento jurídico del sindicato, de modo que él mismo pudiera ser el titular de los contratos colectivos con la patronal, hasta el efectivo aprisionamiento de toda la organización sindical en las articulaciones del poder burgués de clase» (Ibídem).
Haremos una pequeña digresión para aclarar que el partido no deduce de esto el fin del ciclo utilizable del movimiento sindical, y la prohibición a los comunistas de participar en él. Bastará señalar que en las Tesis Características de 1951 se señala que: «toda fase de decisivo incremento de la influencia del partido entre las masas no puede perfilarse sin que entre el partido y la clase se extienda el estrato de organismos con una finalidad económica inmediata y con alta participación numérica, dentro de los cuales exista una red que emane del partido (núcleos, grupos o fracciones sindicales comunistas». Negar este concepto, o incluso eludirlo simplemente pensando en un enlazamiento distinto entre la formación de los organismos intermedios y las funciones del partido en este proceso, significa destruir toda la construcción científica del marxismo.
Los actuales sindicatos del régimen burgués, plenamente integrados en el aparato estatal de la burguesía, no son el medio sindical donde los comunistas pueden desarrollar su actividad. Y de igual forma, cualquier tipo de respuesta económica inmediata que se quiera dar a la patronal y a su Estado deberá darse forzosamente fuera y contra los actuales sindicatos del régimen capitalista.
Volviendo al hilo de nuestra exposición originaria, y tomando el ejemplo italiano, veremos cómo discurren paralelamente la "doctrina social de la Iglesia" y el movimiento sindical. Así, saludando la aparición de la nueva CGIL tricolor leemos: «se ha operado recientemente en Italia la constitución de la unidad sindical. No podemos menos de esperar y augurar que las renuncias impuestas con su adhesión, incluso por parte de los católicos, no traerán daño a su causa, sino que traigan el fruto esperado por todos los trabajadores» (Il nostro predecessore, 11-3-1945). Por lo tanto, y como se puede observar, reconocimiento expreso de esta nueva forma sindical, completamente integrada dentro de los engranajes del poder estatal burgués.
El espíritu de la Rerum Novarum, que es el documento que, como ya hemos visto, marca las directrices de la Iglesia católica frente al movimiento obrero (1), hará que desde ese momento y en lo sucesivo se adopte un nuevo lenguaje, más acorde con esta nueva fase de sometimiento sindical al estado capitalista. Así, haciéndose eco de los planteamientos sindicales acerca de participar en la gestión de las empresas, la Iglesia propugna: «(...) hacer que los trabajadores, en la forma y el grado que parezcan más oportunos, puedan llegar a participar poco a poco en la propiedad de la empresa donde trabajan (...)» (Mater et magistra [77], 15-5-1961). Una visión gradualista del planteamiento, (que se ha hecho pasar por radical y de izquierda), que pretende alcanzar la emancipación de los trabajadores traspasando la titularidad jurídica de la empresa a sus mismos operarios. Esta manera de gestionar el capitalismo, que no es otra que la rancia visión del cooperativismo, no rompe en absoluto con ninguna de las categorías económicas de la sociedad mercantil y burguesa, encadenando a los trabajadores a la esclavitud del salario con una fuerza aún mayor que en la empresa de la cual no son titulares o accionistas. Este factor de convertir al proletario en propietario, participando en la gestión de la empresa, es sumamente importante para la Iglesia: «Estamos convencidos de la razón que asiste a los trabajadores cuando aspiran a participar activamente en la vida de las empresas donde trabajan», con la finalidad de que esta participación tienda a: «que la empresa sea una auténtica comunidad humana, cuya influencia bienhechora se deje sentir en las relaciones de todos sus miembros y en la variada gama de sus funciones y obligaciones» (Ibídem [91]).
Este período, mejor dicho, esta nueva fase del movimiento sindical, la de sometimiento e integración, iniciada por los gobiernos fascistas de la burguesía, donde incluimos al estalinismo, y mantenida y reafirmada por sus victoriosos adversarios democráticos y liberales, es un fenómeno de una importancia histórica tal, que lógicamente no podía pasar desapercibido para la Iglesia, fiel centinela social al servicio del capital. La prudencia y la cautela obligan a que sus documentos, pese a la supuesta inspiración divina, no tengan nada de proféticos, y reconozcan la verdad histórica objetiva con cierto retraso, aunque eso sí, y como veremos a continuación, con una claridad tal que poco o muy poco podría añadirse. Veamos: «Es una realidad evidente que, en nuestra época, las asociaciones de trabajadores han adquirido un amplio desarrollo, y generalmente han sido reconocidas como instituciones jurídicas en los diversos países e incluso en el plano internacional. Su finalidad no es ya la de movilizar al trabajador para la lucha de clases, sino la de estimular más bien la colaboración, lo cual se verifica principalmente por medio de acuerdos establecidos entre las asociaciones de trabajadores y de empresarios» (Mater et magistra, [97], ibídem). Posición que se remachará más tarde en la encíclica Octogesima adveniens de 1971: «Se debe admitir la función importante de los sindicatos: tienen por objeto la representación de las diversas categorías de trabajadores, su legítima colaboración en el progreso económico de la sociedad, el desarrollo del sentido de sus responsabilidades para la realización del bien común».
Nuestro recorrido histórico por la doctrina social de la Iglesia, que hemos intentado sintetizar aquí resaltando su función abierta y claramente contrarrevolucionaria, toca a su fin. De la inicial condena del movimiento sindical, que aunque documentalmente nos haya sido escamoteada, hemos pasado a su cautelosa tolerancia, hasta llegar a su reconocimiento formal y total, y añadiremos una última citación más, para confirmar la validez de la ecuación doctrina social de la Iglesia = defensa de la propiedad privada y de la explotación capitalista: «La experiencia histórica enseña que las organizaciones de este tipo [los sindicatos ya sometidos al control burgués, ndr] son un elemento indispensable de la vida social, especialmente en las sociedades modernas industrializadas» (Encíclica Laborem exercens, 14-9-1981).
La Teología de la Liberación
Todo este sintético recorrido por el curso histórico del cristianismo, desde sus turbulentos comienzos como doctrina subversiva hasta la doctrina social de la época capitalista, ayuda a comprender cómo la Teología de la Liberación, a la que definiremos como moderna y, seguramente, como la última herejía, es el producto de unas determinadas condiciones históricas, como lo fueron todas sus predecesoras, y que como fenómeno social necesita para su análisis ser vista a través de la serie dialéctica de su desarrollo histórico.
La aparición, de la Teología de la Liberación, que no es repentina sino la culminación de todo un proceso histórico, se liga por un lado al importantísimo peso de la Iglesia Católica en América Latina (una de las consecuencias directas de la conquista y colonización ibérica del continente), y por otro lado se liga a la situación socio-económica vigente en ese área geohistórica.
No hay que olvidar que América Latina durante la segunda posguerra, se ha mostrado como una zona especialmente sensible a las tensiones inter y antiimperialistas. De coto privado del imperialismo USA, ha pasado, después de la injerencia de la URSS con Cuba y sus movimientos político-guerrilleros satélites, a ser terreno de disputa económica por parte de todas las potencias económicas mundiales (2). El desarrollo económico de América Latina de estas últimas décadas ha venido acompañado de la aparición de gigantescos cinturones de miseria urbanos, formados en su mayor parte por población de origen rural, forzada a instalarse en las ciudades para sobrevivir. La galopante deuda externa con el capital financiero internacional junto a la caída de los precios en el mercado de las materias primas, han traído consigo un empeoramiento generalizado de las condiciones de vida de las capas más pobres de la población, tanto urbanas como rurales.
Con estas referencias, no es pues un hecho casual que tras la celebración del Concilio Vaticano II, la llamada "iglesia del silencio", como se conocía a la iglesia latinoamericana por su poco peso en la toma de decisiones generales de la Iglesia, plantease la celebración de la segunda Conferencia General del Episcopado en Medellín, Colombia, el año 1968. En dicha Conferencia, y en consonancia con el espíritu adoptado en el Vaticano II, se reconocía que: «El Episcopado latinoamericano no puede quedar indiferente ante las tremendas injusticias sociales existentes en América Latina, que mantienen a la mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la inhumana miseria. Un sordo clamor brota de millones de hombres pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte» (Medellín, Pobreza, 1 y 2. En Mysterium Liberationis I, pág.31. Ed. Trotta. Madrid. Se trata de una recopilación de textos de los más significados teólogos de la liberación, llevada a cabo por Ignacio Ellacuría, asesinado más tarde, y Jon Sobrino.) El riesgo evidente es puesto de manifiesto en este mismo documento, ya que esta situación de extrema miseria y subdesarrollo se convierte en: «promotora de tensiones que conspiran contra la paz» (Medellín, Paz. 1, ibídem, pág.32.) Se plantéa pues, de esta manera, la necesidad de abordar las posibles soluciones para conjurar tal peligro. La pugna entre Roma y los teólogos de la liberación empieza precisamente en este punto. Hay que llegar hasta el año 1979, con el Sínodo Regional de Puebla, para que la "opción preferencial por los pobres", forme la base del nuevo enfoque táctico de la Iglesia latinoamericana, rompiendo las resistencias de un sector de la Iglesia partidario de mantener el esquema tradicional del interclasista "amaos los unos a los otros" sin matices de ningún género.
En Puebla, siguiendo la línea ya trazada en Medellín, se vuelve a reclamar, pero esta vez con un tono más dramático, la necesidad de una preparación técnica para afrontar tan difícil cuestión: «la Iglesia, del modo más urgente, debería ser la escuela donde se eduquen hombres capaces de hacer historia» (Puebla, 274. Ibídem, pág.41.), y también la necesidad de una praxis política: «Los pastores de América Latina tenemos razones gravísimas para urgir la evangelización liberadora» (Puebla, 487. Ibídem, pág.42.).
La teología de la liberación, en su acepción de opción preferencial por los pobres es un planteamiento que goza del consensus omnium dentro de la Iglesia. Así, la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe, (la moderna Inquisición), en un documento titulado Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación Libertatis nuntius, con fecha 6-8-1984, dice que: «La poderosa y casi irresistible aspiración de los pueblos a una liberación constituye uno de los principales signos de los tiempos que la Iglesia debe discernir e interpretar a la luz del evangelio» (citado en Mysterium Liberationis I, pág.45.). Con posterioridad, algunos documentos vaticanos valorarán la teología de la liberación en sus aspectos asumibles y condenables, siempre desde el punto de vista de la jerarquía de Roma (3). La polémica entre los Padres de la Iglesia, y sus hermanos menores latinoamericanos surge a la hora de configurar los elementos doctrinales necesarios para llevar a la práctica esa opción de la que ya se ha hablado. Los modernos Domingos de Guzmán, los modernos Torquemadas, esgrimen graves acusaciones contra algunos de los defensores de la teología de la liberación, entre ellas, y sobre todo la de fundarse en el análisis marxista, manipulando la Biblia y reduciendo el concepto cristiano de liberación a una dimensión puramente material. Hoy no se castiga al hereje con los procedimientos habituales de hace siglos que todos conocemos, pero existe un brazo secular (los escuadrones de la muerte) que lleva a cabo la ejecución que indirectamente pide el dedo acusador de Roma. Las amenazas y los asesinatos llevados a cabo contra representantes cualificados de la teología de la liberación y los macabros detalles que suelen acompañarlos (4), son toda una advertencia para las clases explotadas, como lo serán en el futuro cuando renazcan sus genuinas organizaciones clasistas. Desde el punto de vista marxista, como veremos más adelante, no consideramos a la teología de la liberación, más que como una variante del oportunismo, que toma prestados del marxismo aquellos elementos que mejor cuadran con su particular visión, pero las clases dominantes, y sobre todo sus asesinos a sueldo no suelen andarse con sutilezas ideológicas. Quien habla de marxismo no denigrándolo en su integridad es un enemigo, un objetivo a abatir sin contemplaciones.
Los ataques provenientes de Roma han sido respondidos de diverso modo desde el otro lado del Atlántico. Añadiremos la respuesta que da el teólogo de la liberación Roberto Oliveros en réplica a Torquemada-Ratzinger acusando a Roma de miopía social: «El porcentaje de increencia en América Latina es bajísimo; mientras en Europa es significativo. En ocasiones, como en el caso de los obreros franceses, no se supo acompañar pastoralmente sus movimientos. Desde esta perspectiva sorprende que no se aprenda de estas experiencias» (Roberto Oliveros, Historia de la teología de la liberación. Mysterium Liberationis, I pág.46.).
La polémica, cuya seriedad no ofrece lugar a dudas en vista de los sangrientos acontecimientos antes descritos, se mueve por tanto dentro de estos límites: para Roma el acercamiento, siquiera metodológico o circunstancial, al marxismo es contraproducente y doctrinalmente peligroso; para los teólogos de la liberación no se trataría tanto de un acercamiento al marxismo sino de una utilización puramente instrumental, tomando «libremente del marxismo algunas "indicaciones metodológicas" que se han revelado fecundas para la comprensión del mundo de los oprimidos» (Clodovis Boff. Epistemología y método. Mysterium Liberationis I, pág.104.). Estos elementos útiles del marxismo serían: «la importancia de los factores económicos; la atención a la lucha de clases; el poder mistificador de las ideologías, incluidas las religiosas, etc» (Ibídem). Y de igual forma queriendo dejar claro que Marx es: «un compañero de camino» pero nunca un guía, deducen que por ello: «el materialismo y el ateísmo marxistas ni siquiera llegan a ser una tentación. A partir del horizonte más amplio de la fe el marxismo queda radicalmente relativizado y superado en principio» (Ibídem).
Esto es evidentemente, un elemento perturbador dentro de la doctrina de la Iglesia, que ya tiene algún referente lejano (5). Semejantes planteamientos, por muy alejados que estén, y de hecho lo están, de nuestra visión, se conjugan muy mal con cuanto ha sostenido la Iglesia con respecto al socialismo: «abominable y sobre todas antirracional doctrina» (Qui pluribus, 9-11-1846), o «peste vergonzosa y amenaza de muerte para la sociedad civil» (Diuturnum illud [17], 29-7-1881). A este respecto, la encíclica Quadragesimo anno de 1931 zanja la cuestión, y aunque abre ciertos resquicios, precisamente los que aprovecha la teología de la liberación, a ese socialismo «que parece inclinarse y hasta acercarse a las verdades que la tradición cristiana ha mantenido siempre inviolables», afirma categóricamente: «Socialismo religioso, socialismo cristiano, implican términos contradictorios: nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista». Aspecto este que será remachado posteriormente en la encíclica Mater et magistra [34], 15-5-1961.
Conviene señalar que la teología de la liberación, aún persiguiendo unos objetivos comunes, no forma un bloque completamente homogéneo a la hora de valorar qué elementos del marxismo serían válidos y cuáles no, cuáles estarían ya plenamente superados y cuáles gozarían de plena actualidad. Pero aparte de esos objetivos comunes (democracia burguesa, derechos humanos, reformas en un sentido socialdemócrata) les une también el hecho de que todos, incluso aquellos que toman prestados del marxismo más "elementos", y con mayor razón estos últimos, están fuera de nuestra concepción fundamental según la cual el marxismo no es un conjunto de elementos separados unos de otros, sino un bloque "forjado en acero de una sola pieza" (Lenin).
Ya que tal y como señala el teólogo de la liberación Enrique D. Dussel: «De los posibles marxismos, en primer lugar, hay una unánime negación del "materialismo dialéctico". Ninguno de los teólogos de la liberación acepta el materialismo de Engels en la Dialéctica de la naturaleza (...). A Marx se le acepta y se le asume en cuanto crítico social» (Enrique D. Dussel, Teología de la liberación y marxismo. Mysterium Liberationis I, página 124). Posición reafirmada por Ignacio Ellacuría al afirmar que: «cuando la teología de la liberación pide ayuda conceptual al marxismo, no somete su discurso al discurso marxista sino al revés» (Ignacio Ellacuria, Historicidad de la salvación cristiana, en Mysterium Liberationis I, pág. 368). Esta es una de las características del oportunismo clásico, dejar a un lado "aquellos elementos" del marxismo que no son del agrado de los nuevos teóricos reformadores del mundo. Se asume la parte crítica, y se desecha la parte revolucionaria, con lo cual se obtiene una deformación, una caricatura del marxismo del estilo de las que, cada vez que han aparecido, han estigmatizado sin piedad los marxistas ortodoxos.
Asumiendo esta parte crítica del marxismo, es como se comprende el acercamiento de los teólogos de la liberación hacia los movimientos sedicentemente marxistas, que en definitiva se comportan de la misma manera ecléctica, aunque en este segundo caso la cuestión nos afecta mucho más directamente al reclamarse formalmente al marxismo y al comunismo, cosa que la teología de la liberación no ha hecho. Este acercamiento, entre las corrientes populistas con adornos retóricos socialistas y la teología de la liberación, o los movimientos cristianos de base, irá acompañado del reconocimiento del factor religioso por parte de los presuntos marxistas, así Fidel Castro afirmaba: «Yo creo que hemos llegado a una época en la que la religión puede entrar en el terreno político con relación al hombre y sus necesidades materiales» (Citado por Enrique D. Dussel, Religión, Méjico, 1977, pp.212 ss. en Mysterium Liberationis I, pág.118), y en el mismo sentido incluimos las afirmaciones de Luis Corvalán, secretario del PC chileno: «En estas condiciones la religión pierde su carácter de opio del pueblo, y, por el contrario, en la medida en que la Iglesia se compromete con el hombre, se podría decir que en vez de alienante, es un factor más de inspiración en la lucha por la paz, la libertad y la justicia» (Citado por R. Vidales, Praxis cristiana y militancia revolucionaria, Méjico 1978, en Mysterium Liberationis I, pág.119.), línea que será defendida igualmente por los sandinistas en Nicaragua (6).
En aras de la clarificación teórica, tras casi 70 años de falsificaciones al por mayor por parte del estalinismo, es necesario, más bien imprescindible y vital, volver a repetir el abc, que evidentemente, se encuentra en nuestros textos de siempre. Así, en respuesta a las elucubraciones espiritualistas de San Max Stirner leemos en Marx-Engels: «El punto de vista que se adopta como satisfactorio, con estas historias de espíritus, es de por sí un punto de vista religioso, ya que en él se tranquiliza al hombre con la religión, se concibe la religión como causa sui (...), en vez de explicarla partiendo de las condiciones empíricas y de demostrar cómo determinadas condiciones industriales y de intercambio llevan necesariamente aparejada una determinada forma de sociedad, y por tanto, una determinada forma de Estado, y con ello, a la par, una determinada forma de conciencia religiosa» (Marx-Engels, La ideología alemana). Es decir, la religión como producto social, aparejada con unas determinadas condiciones industriales y de intercambio. Ya hemos intentado explicar las causas por las cuales la burguesía no puede prescindir del auxilio de la religión, pero que presuntos marxistas quieran mostrar la compatibilidad del marxismo y la religión, obliga a repetir, por enésima vez, en su contexto y en su integridad, las demoledoras palabras de Marx, precisamente allí donde se recoge que: «El fundamento de toda crítica irreligiosa es que el hombre hace la religión, y no la religión al hombre. Y la religión es la autoconciencia y el autosentimiento del hombre que aún no se ha encontrado a sí mismo o ha vuelto a perderse. Pero el hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es el mundo de los hombres. Es el Estado, la sociedad. Este Estado, esta sociedad, producen la religión, una conciencia del mundo invertida, porque ellos son un mundo invertido. La religión es la teoría general de este mundo, su suma enciclopédica, su lógica bajo forma popular, su point d'honneur espiritualista, su entusiasmo, su sanción moral, su solemne complemento, su razón general para consolarse y justificarse. Es la realización fantástica de la esencia humana, porque la esencia humana carece de verdadera realidad. La lucha contra la religión es, por lo tanto, indirectamente, la lucha contra aquel mundo que tiene en la religión su arma espiritual. La miseria religiosa es, por otra parte, la expresión de la miseria real, y por otra, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el estado del alma de un mundo desalmado, porque es el espíritu de los estados del alma carentes de espíritu». Y a continuación viene la famosa, y tan utilizada frase de Marx: «La religión es el opio del pueblo» (Marx, En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel).
De ahí que, cuando con todo desparpajo se habla de conjugar socialismo y religión, y de que la religión en el socialismo ya no tiene ese carácter alienante y somnífero, solo se está reconociendo farisaicamente la existencia de la miseria real y de su manifestación actual, la sociedad capitalista.
Por lo tanto, y a la luz de cuanto hemos analizado, la pretensión de buscar en Marx elementos asimilables, como serían su oposición al ateísmo militante, su reconocimiento, en abstracto, de la persona humana y sus intangibles derechos, y sobre todo la no existencia de un materialismo dialéctico en Marx (7) sería tan vana como doctrinalmente imposible, a menos de caer, como se cae, en la falsificación total del marxismo. Esto nos lleva a preferir mil veces, la abierta condena realizada por Roma, al eclecticismo oportunista de la teología de la liberación: «El pensamiento de Marx [cursiva original] constituye una concepción totalizante [cursiva original] del mundo en la cual numerosos datos de observación y de análisis descriptivo son integrados en una estructura filosófico-ideológica, que impone la significación y la importancia relativa que se les reconoce... La disociación de los elementos heterogéneos que componen esta amalgama epistemológicamente híbrida llega a ser imposible, de tal modo que creyendo aceptar solamente lo que se presenta como un análisis, resulta obligado aceptar al mismo tiempo la ideología» (Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la "Teología de la Liberación" Libertatis Nuntius VII, Roma 6 de agosto de 1984. En Mysterium Liberationis I, pág.133.).
Quizás sea Ignacio Ellacuria el teólogo de la liberación que mejor defina las finalidades de esta corriente de la Iglesia, con un concepto significativo, el de «utopía», que necesitaría de su complemento «el profetismo» (la teología de la liberación) para acercarse a sus objetivos, aunque eso sí, sin dejar de ser utopía: «Por la vía del profetismo, aunque la utopía no sea plenamente realizable en la historia, como es el caso de la utopía cristiana, no por eso deja de ser efectiva» (Ignacio Ellacuria, Utopía y profetismo, en Mysterium Liberationis I, pág.397.).
Reconocemos de pleno derecho a la teología de la liberación y a todas las herejías que la han precedido en la historia con sus mismas pretensiones, su carácter utópico, puesto que el ciclo revolucionario del cristianismo ya se cerró hace muchos siglos. Pero sobre la efectividad, solo se la reconocemos a la ciencia marxista INTEGRAL. Ésta no es más que la expresión teórica del movimiento proletario real, clase oprimida y sufriente que ya potencialmente es una fuerza histórica capaz de transformar el mundo. Y por tanto, el partido, tal y como escribíamos en diciembre de 1984: «no está dispuesto a conceder ninguna credibilidad al marxismo analítico de la teología de la liberación, y según las clásicas reglas de la ortodoxia sostiene que una vez más es Roma quien tiene razón: el materialismo histórico o se toma o se deja, Tertium non datur¡» (8), o lo que es lo mismo: no hay una vía intermedia entre dictadura del capital y dictadura del proletariado dirigida por el partido comunista marxista.
NOTAS:
1. Tal y como recoge la encíclica Mater et magistra, del 15-5-1961: «la encíclica Rerum Novarum fue la que formuló, por primera vez, una construcción sistemática de los principios y una perspectiva de aplicaciones para el futuro. Por lo cual con toda razón juzgamos que hay que considerarla como verdadera suma de la doctrina católica en el campo económico y social».
2. Tampoco la socialista China renuncia a obtener su parte en el reparto imperialista, y sirva como referencia la compra por parte de China de una de las principales compañías peruanas, Hierro Perú, tal y como recoge el periódico español El País, 12-6-1994.
3. «(...) en algunas áreas de la Iglesia católica, particularmente en América Latina, se ha difundido un nuevo modo de afrontar los problemas de la miseria y del subdesarrollo, que hace de la liberación su categoría fundamental y su primer principio de acción. Los valores positivos, pero también las desviaciones y los peligros de desviación, unidos a esta forma de reflexión y de elaboración teológica, han sido convenientemente señalados por el Magisterio de la Iglesia» (Sollicitudo rei socialis - 46), 30 de diciembre de 1987).
4. Piénsese en la simbólica mutilación que se realizó al cadáver del protomartir Ellacuría, arrancándole el cerebro.
5. Con fecha 23-7-1936 apareció un decreto del Santo Oficio condenando a la revista Terre Nouvelle «órgano de los cristianos revolucionarios» por defender la colaboración de los cristianos con los comunistas.
6. «Los sandinistas afirmamos que nuestra experiencia demuestra que cuando los cristianos, apoyándose en su fe, son capaces de responder a las necesidades del pueblo y de la historia, sus mismas creencias los impulsan a la militancia revolucionaria. Nuestra experiencia nos demuestra que se puede ser creyentes y a la vez revolucionarios consecuentes y que no hay contradicción insalvable entre ambas cosas» (Comunicado oficial de la Dirección Nacional del FSLN sobre la religión, punto 2, San José, 1980, pág.8. En Mysterium Liberationis I, pág.120-21).
7. Cosa que intenta hacer Enrique D. Dussel en Teología de la liberación y marxismo, ya citado. 8. En Teologia della controrivoluzione, Il Partito Comunista, nº124, diciembre de 1984.
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